echemos la vista atrás, a abril de 2017, concretamente. Pedro Sánchez, aún convaleciente tras la guerra interna vivida en el seno de su partido, recorre España al volante de su Peugeot. Su reto, enfrentarse en unas primarias a todo el poder del PSOE, entonces liderado por Susana Díaz y conformado por Felipe González, Alfredo Pérez Rubalcaba y un tal José Luis Rodríguez Zapatero al que todavía le resultaba más rentable pertenecer al susanismo que al sanchismo. Hasta que dejó de ser así e hizo lo que solo los genios saben hacer: cambiar de chaqueta sin ruborizarse. Junto a Sánchez, un grupo de fieles que le acompañaba. Santos Cerdán, hoy secretario de Organización; Adriana Lastra, fiel escudera del sanchismo, y José Luis Ábalos, al que algunos dicen que ya entonces acompañaba un tal Koldo que, tiempo después, ha terminado saltando a la fama. Y no tengo la más mínima intención de hablar sobre Koldo, sobre sus negocios, ni sobre la relación que pueda tener con Sánchez. Lo que se tenga que saber se sabrá y ya se encargarán, quienes tengan la información, de filtrarla al medio que con más cariño la vaya a tratar. Pero me despierta curiosidad la relación entre Sánchez y Ábalos. Pienso en una relación personal, en una amistad surgida del hecho de compartir largas horas de viaje en coche, mesa en restaurantes y habitación en hostales de carretera. Una amistad forjada por la tensión de dos hombres que se preguntan si saldrá bien y si merecerá la pena haberse embarcado en una batalla imposible que, contra todo pronóstico, terminarán ganando; aunque ellos todavía no lo saben. Y pienso en Sánchez, ahora, y en cómo pasará las noches en la habitación de Moncloa tras forzar la dimisión de un amigo –sumario– con el único objetivo de mantener limpia su propia imagen. Y pienso en Sánchez, por ser Sánchez, durmiendo a pierna suelta, sin el más mínimo remordimiento; porque para él, Ábalos, como tantos otros, nunca fue un amigo, solo un compañero.