La política ha sufrido muchos cambios en los últimos años. Y no es casual que utilice el verbo sufrir en vez de experimentar porque, aunque no quiero caer en dramatismos, pretendo darle la connotación más negativa posible. Y es que cambiar ha cambiado, sí, pero no diría que lo haya hecho a mejor. Algunos culpan de esto a las redes sociales, aunque no tengo tan claro que sean la razón principal. Desde luego, no son la única. Mensajes cada vez más cortos y, no sé si es consecuencia o causa, ideas cada vez más simples. Lo vemos en los mítines, en las entrevistas y, como decía, en las redes. Hasta ahora, había un formato que se había librado de este deterioro: los debates parlamentarios. Tal vez los tiempos más generosos, la ordenación de los debates o un seguimiento mediático no tan exhaustivo generaban un clima más relajado que permitía discursos más complejos y, sobre todo, mejor estructurados. Contenían, al menos, alguna frase subordinada y no eran una concatenación inconexa de tuits que el orador pronuncia sin levantar la mirada del papel que le ha preparado el asesor de turno.

Debates que eran exactamente eso: debates. Una confrontación dialéctica e ideológica entre dos contrincantes que representan posiciones distintas, pero se respetan en lo personal y en lo intelectual. Sin aplausos, sin risas, sin insultos, sin interrumpir a quien está en uso de la palabra y, obviamente, sin abandonar los escaños para salir a la calle a acompañar a los exaltados en sus protestas. Qué tiempos aquellos en los que esto era la norma y no la excepción. Una excepción que, en jornadas como la de ayer en el Congreso, es representada por Aitor Esteban. Un hombre tranquilo al que se le escucha y se le entiende. Y se le entiende bien porque habla claro. Habla, en el sentido estricto de la palabra. No necesita leer, porque viene leído de casa; ni gritar, porque para que te escuchen no hace falta elevar el tono; a veces basta con elevar el nivel.