La comunidad internacional tiene que actuar para frenar la tragedia y evitar una escalada aún mayor en Gaza”. ¿Reconocen el soniquete? Sin duda. Lo hemos oído todos en las numerosas ocasiones que el ejército de Israel ha atacado el territorio palestino dejando un reguero de destrucción y muerte. Vacua palabrería. Nos hemos acostumbrado a que suceda cada cierto tiempo.

El mundo occidental, es decir: el nuestro, apoya incondicionalmente a Israel a pesar de sus graves y reiterados incumplimientos de las leyes y resoluciones internacionales. Bajo los escombros de las bombas y del olvido quedan miles de cadáveres de una población civil golpeada con infinita saña. Sin agua, sin apenas medicinas, sin electricidad y sin comida. ¿Qué vale una vida palestina?

Los líderes de nuestro mundo occidental están consternados por el ataque de Hamás a la población civil israelí. Los mandatarios de Estados Unidos, Alemania y Reino Unido viajan apresuradamente a aplacar al gobierno de Israel y demostrarle su solidaridad ante la barbarie. El derecho a la vida es sagrado, siempre y cuando se trate de ciudadanos israelíes.

Dicen que Israel tiene derecho a defenderse y por eso no se les ha oído una palabra de condena sobre los bombardeos a los hospitales, las muertes de médicos, de personal de Naciones Unidas, el bloqueo a las ambulancias. Más de una docena de periodistas –la mayoría palestinos– han sido asesinados, según el Comité de Protección de Periodistas que cita los nombres de los informadores. El sagrado derecho a la información es papel mojado en muchos conflictos. Los crímenes de guerra cometidos por Israel no cuentan. Todo parece avanzar hacia un genocidio si el ejército invade finalmente el territorio gazatí y es preferible que no haya testigos.

Algunos líderes occidentales ponen a su disposición más armas, por si le hiciera falta al ejército mejor armado del mundo. “No están solos”, les dice Joe Biden, vicepresidente en tiempos de Obama, un presidente que cerró los ojos a la tragedia palestina durante su mandato.

Los políticos del mundo occidental nunca se han atrevido a exigir explicaciones a Israel, ahora tampoco se las pedirán a Netanyahu, un político que tiene una enorme responsabilidad sobre la escalada de violencia en estos últimos años.

Su gobierno dominado por el supremacismo religioso ha arrasado con los pocos restos que quedaban del Acuerdo de Oslo, firmado en 1993. El número de colonos israelíes entonces apenas superaba los 100.000; hoy exceden los 700.000. Los colonos han usurpado y usurpan las tierras palestinas sin ninguna denuncia de los países occidentales. ¿Qué gobierno se atreverá a desalojar a más de medio millón de colonos fanatizados y fuertemente armados de las tierras que no les pertenecen? ¿Quién dará la orden de demoler sus hogares? Nadie; menos aún su propio gobierno. Ese es el verdadero nudo gordiano de la tragedia. Recordemos que el propio Isaac Rabin, primer ministro de Israel, fue asesinado, no por un ciudadano palestino, sino por un extremista israelí que se oponía al Acuerdo. A finales de la década de los años noventa, una buena parte de la población de los Balcanes tuvo que dejar sus casas bajo la amenaza de la violencia. Se acuñó entonces el término “limpieza étnica”. Cerca de Skopje en Macedonia del Norte presencié como miles de ciudadanos kosovares huían en busca de seguridad hacia Kosovo: sus casas y propiedades habían sido destruídas y temían por sus vidas.

Aquel conflicto motivó la entrada en el conflicto bélico de algunos de los países que hoy defienden el “derecho a defenderse de Israel”. Las consecuencias las conocemos bien. Slobodan Milosevich, expresidente de la antigua Yugoslavia, fue extraditado y acusado por un Tribunal Internacional de crímenes de guerra y genocidio. En 2006, Milosevich fue hallado muerto en su celda de la prisión de La Haya.

Nada de esto le sucederá a Netanyahu. ¿Saben por qué ? Pues, porque la legalidad internacional es como un guante de boxeo que solo se saca para atizar al enemigo. Netanyahu no lo es, a pesar de ser el responsable de las políticas criminales de su país y de poner el “equilibrio” mundial en peligro.

Así que, mejor nos olvidamos del soniquete y repasamos los libros de Nicolás Maquiavelo, quien dejó escrito que “la política nada tiene que ver con la moral”. Acertó, desgraciadamente. Periodista