En estos últimos tiempos estamos conociendo situaciones en las que adolescentes, o de más corta edad aún, protagonizan acciones violentas o de tipo sexual contra menores, y se ha llegado a denominar a esa generación que afecta a edades muy jóvenes como Generación porno. El caso es que, sin pasar por alto la gravedad de algunas de tales acciones, quizá no sea pertinente etiquetar así a un espectro tan amplio de personas. Puede ser pertinente apelar a que hay mucho sexo en nuestra cultura, que los progenitores deben prestar más atención a sus retoños, que quizá sea necesario reivindicar algunas leyes para que protejan con más eficacia a la infancia, y que es preciso cultivar determinados valores que se han perdido. Hay quien lo acepta en su totalidad, y que cuestiona alguno de estos aspectos. Pero si se echa la culpa de esta situación al liberalismo social, como en el libro de Safhiro Generación porno, y se le acusa de corromper nuestro futuro, se habla de una degradación moral de la sociedad, y se vincula educación sexual con adoctrinamiento, quizá convenga ir un poco más allá y ampliar la visión, porque la situación es más compleja, pues los datos que informan sobre el acceso, progresivo y sin apenas cortapisas, de menores, y personas adultas a la pornografía, son elocuentes.

El hecho de que ciento treinta millones de personas visiten la web Pornhub todos los días, desde todas partes del mundo, indica que el acceso fácil a la pornografía no es algo nuevo, y quizá tenga algún significado para ampliar esa mirada, más allá de una determinada generación. Que la industria del porno mueve en torno a los cien mil millones de dólares, según algunos analistas, y más del 10% de esa cantidad procede sólo de Estados Unidos puede ayudarnos a situar un escenario que no distingue en la práctica más que una ideología, la del dinero.

En el mercado se compran y se venden contenidos de carácter sexual violento en los que, sobre todo la mujer adopta una postura de sumisión, y donde las violaciones, la explotación sexual y los maltratos se encuentran en la habitación de al lado. Y es que la violencia vende, y es difícil separar el porno de la violencia, tal y como indican algunas empresas de ciberseguridad y peritaje informático como Quantika. Hay quien dice que, en fin, que ese mundo virtual no es real, y que se trata de una cuestión de libertad para las personas adultas. ¡Pobre mundo real que tiene tantas versiones de la libertad! Y, si añadimos las incursiones, a veces degradantes y enfermizas de particulares que generan pornografía en este subterráneo mundo, la complejidad aumenta.

Parece que, en los medios de comunicación, la insistencia se centra en pronunciarse a favor o en contra de la pornografía, pero en realidad no profundizamos en el significado de una moral sexual, igualdad de género o libertad de expresión. Es un desafío ahondar constantemente en estos aspectos sin pretender un fin de camino, sabiendo que en la reflexión seguimos caminando. Algunos movimientos feministas, tras interesantes reflexiones, hacen campaña para que se cierren las webs de pornografía, pero no conocemos cómo, ni si es posible, o si gobiernos e instituciones no quieren, o no encuentran la fórmula para abordarlo. Lo cierto es que se sigue incrementando su consumo, también en menores, especialmente tras la pandemia. Lo significativo es que, paralelamente a algunos debates interesantes sobre el sí o el no al porno, su presencia sigue, y seguirá adelante de una manera u otra, porque el dinero manda, como lo ha hecho toda la vida.

Parece cierto que, de hojear con mirada adolescente, un tanto a hurtadillas, una revista de Playboy, hace unas décadas, a colocarse a un clic de distancia ante escenas de pornografía de todo tipo, algo ha cambiado. Y, con la facilidad de acceso gratuito a la pornografía, el impacto en la vida sexual adolescente, y quizá infantil, no se puede desdeñar, y no precisamente por sus connotaciones positivas. Ese es el reto. Es preciso admitir que la curiosidad es un valor humano, pero el morbo basado en una información tóxica nos deshumaniza un tanto. E independientemente de algunos debates, a veces contradictorios, sobre los efectos que el porno tiene en las personas, hay un gran acuerdo sobre su influencia para apuntalar la misoginia y la falta de consentimiento en las relaciones. Es posible que quienes se mantienen en el ámbito del negacionismo de la violencia de género afirmen que los datos sobre al aumento de la violencia física, psicológica, sexual y emocional entre parejas son discutibles y responden a una cuestión ideológica. También pondrán en cuestión, claro, que la gran mayoría de quienes buscan pornografía, por unos medios o por otros, en edades más tempranas o más adulas, son hombres, lo que viene a ser la punta del iceberg del cisma de género.

Merece la pena remarcar que hay profesionales de la psicología, educación sexual y salud pública que hablan de la necesidad de la alfabetización sobre pornografía. Si educar es enseñar a pensar críticamente, hacerlo sobre la pornografía es una parte más de la educación, y esto pasa por analizar críticamente determinadas informaciones que pueden distorsionar también el complejo avance hacia una educación sexual que, al menos, tenga dos ejes: tolerancia y respeto. Preocupa, claro que sí, la disponibilidad de la pornografía como primera exposición al sexo para adolescentes. Según algunos estudios, la pornografía es la fuente de información más utilizada sobre cómo tener relaciones sexuales para gran número de jóvenes y adolescentes. Muchos sitios de transmisión de pornografía tienen el formato de YouTube, y son innumerables las escenas en las que las mujeres son el objeto de esa violencia en casi el cien por cien de las veces.

En una investigación de la Universidad de Amsterdam, adolescentes holandeses, tanto hombres como mujeres que veían pornografía, encontraban menor satisfacción con sus vidas sexuales, y el efecto era más fuerte aún para quienes tenían poca o ninguna experiencia sexual en la vida real. También se ha subrayado que menores expuestos a pornografía violenta tienen más probabilidades de perpetrar violencia sexual, o ser víctimas. Esto no significa que la pornografía violenta provoca automáticamente un comportamiento violento, pero sí parece que refuerza la violencia en adolescentes que ya tienen tendencias agresivas, y quienes reconocen que utilizan pornografía para aprender sobre el sexo, manifiestan que luego, cuando se aplica a la vida real, no les resulta tan satisfactorio lo aprendido, e incluso les desconcierta. Parece, pues, necesario transmitir la idea, tanto desde las familias como desde el ámbito educativo, de que la pornografía no ayuda, sino que perjudica a la hora de aprender sobre sexo y sexualidad, especialmente cuando se persigue promover la importancia del consentimiento.

Sabemos que abordar la educación sexual sigue encontrando en algunos sectores cierto rechazo, así que abordar la pornografía en la educación sexual no parece fácil de vender, pero es preciso conocer la diferencia entre los medios que pueden fomentar una sexualidad saludable y los medios que pueden tener el efecto opuesto. En algunos lugares, como en Boston, por ejemplo, existe un plan de alfabetización en pornografía en la educación sexual con el objetivo de reducir la violencia sexual y de pareja, y no es ocioso indicar que una alfabetización en pornografía puede ser necesaria, también para padres y madres, algo que puede ayudar más que algunas caceroladas ideológicas contra la educación sexual.

Ahora que se habla tanto del uso responsable de las tecnologías no podemos obviar que, si bien el consumo de pornografía no es algo nuevo y es intergeneracional, los nativos digitales tienen más fácil el acceso, eso sí. Y que además funcionan como herramientas de celos, control, chantajes y humillaciones. Con el actual acceso libre a los teléfonos móviles, más de un adolescente de entre dos ven vídeos o videojuegos porno, y en más de la mitad de los casos antes de tener la primera relación sexual, por lo que estas imágenes crudas, violentas y degradantes tienen influencia sobre su vida íntima. Si hace unos años había una especie de tabú para hablar del porno entre jóvenes, hoy es casi un tema banal de conversación, sin tapujos, pero no a consecuencia de un curso de educación sexual y afectiva.

No cabe duda de que no podemos mirar hacia otra parte ante el acceso de menores al consumo de pornografía, pero se trata de algo intergeneracional, y la educación sexual, en cuyo contexto ha de incluirse la alfabetización en pornografía, sigue siendo una gran asignatura pendiente.

Escritor