Sí, ya sabemos que la sanidad está muy mal. Pero el problema que tiene es estructural, la desadecuación entre lo que se le demanda y lo que puede ofrecer con los medios que cuenta, unas plantillas de profesionales que es casi imposible aumentar y reestructurar de la noche a la mañana y una falta de flexibilidad organizativa que enlentece su modernización. Aun así, de lo que no hay duda es de que todos los gestores sanitarios, desde la parte política hasta la más operativa, están empeñados en hacer las cosas mejor y se implican en la resolución de los problemas. Precisamente esta actitud es algo que no se encuentra en muchos otros servicios públicos. Y la consecuencia es la dura constatación de que en los últimos años el deterioro de todo aquello que es competencia de la administración y le llega al ciudadano ha sido descomunal, avanzando inexorablemente hacia los estándares de calidad de los países del tercer mundo. Se pueden poner infinitos ejemplos, aunque sería injusto no reconocer que también hay casos, muy excepcionales, en los que sí se aprecia un empeño por pensar un poco en el contribuyente. Renfe tiene trenes en los que se capta con la vista, el oído y el olfato la falta de mantenimiento y la suciedad. Su página web no sólo sigue siendo la peor de todas las empresas ferroviarias que alcanza la pantalla, sino que comercialmente alberga trampas impropias de un operador público. Las averías cada día son más frecuentes, igual en líneas de larga distancia que en las de cercanías, algunas tan bastas como la caída de las catenarias. Los aeropuertos españoles, gestionados por una empresa pública cuyo presidente nombra el Gobierno igual que al de Renfe, se han convertido en zocos comerciales, porque lo que importa es hacer rentable la explotación, no garantizar la operatoria del desplazamiento. A un viajero que sea alcohólico en rehabilitación se le obligará a llegar a su puerta de embarque atravesando un pasillo repleto de atractivas botellas de licor. Los aparcamientos anejos se las ingenian para cobrar cada día más, al mismo paso que crece en ellos la porquería. Si nos vamos al núcleo de la administración, las cosas están todavía peor. Bruselas acaba de calificar a nuestro Servicio Público de Empleo como el peor de todos los países de la Unión, datos publicados en la última valoración encargada por la Comisión. Suspenso en las ocho categorías analizadas para el país que tiene más paro, el que se supone debiera esmerar los recursos dedicados a paliar el problema. La página web de la Seguridad Social y con ella las de cualquier ministerio son una verdadera vergüenza, por el misérrimo estilo que tienen, su torturante navegabilidad, pero, especialmente, por los constantes fallos técnicos que sufre y los problemas recurrentes que genera a los usuarios, a los que sistemáticamente roba su tiempo. Tampoco se facilita la atención presencial o telefónica, o por carencia de recursos, o por carencia de profesionales, o lo que es más probable, por no haber organizado circuitos y modelos de atención finalista que en otros sitios están perfectamente organizados desde hace tiempo. Si te animas a descargar algún documento de un ministerio porque necesitas consultar unas actas o un informe oficial, y salvo que sean los de evidente intención propagandística en los que sí se invierte en edición gráfica, te encuentras unas páginas que duelen los ojos al leerlas, sin un solo párrafo bien alineado. Todas las mañanas puedes verificar un ejemplo de la cutrez en la que viven instalados los servicios públicos, y todas las mañanas puedes comprobar que lejos de mejorar, las cosas van empeorando.

Pero nos han concedido el Mundial de fútbol de 2030, o al menos una parte de él. Se lo debemos a una estructura esencialmente corrupta como es la FIFA, epítome de todo lo que amalgama el negocio de este deporte espectáculo. El Gobierno ha dicho que se van a invertir en el sarao 1.430 millones de euros, 750 para infraestructuras y 680 destinados a gastos de organización. Seguro que acabarán siendo 3.000. Todo para celebrar una docena de partidos, en el mejor de los casos, que apenas generarán retorno económico en las ciudades sede. Pero lo que es seguro es que volveremos a escuchar aquello de que somos capaces de dar lecciones al mundo sobre cómo organizar las cosas, sorprender al orbe montando el evento. Nos sobra la capacidad y el dinero. Eslogan político para imbéciles, cuando hay tantas cosas del día a día que se desmoronan y que no merecen ni atención ni recursos. Súbdito: el que aguanta todo sin rechistar.