Hace pocas semanas, en un ejercicio que tenía más de confesión que de descripción, me refería al verano como el periodo para el que hemos comprado más libros de los que podemos leer. Debo decir que este año no me ha ido tan mal, solo se me han quedado para septiembre un par de ellos. Lo bueno de los libros es que, salvo que te los hayas dejado calzando una mesa del apartamento de Benidorm, puedes retomarlos una vez has vuelto a la rutina. Es lo que he tenido que hacer con uno de Toni Aira titulado La política de las emociones. En él, el periodista catalán asume como propia la teoría de que la política actual está dominada por las emociones. Odio, venganza, indignación, esperanza o ilusión, entre otros, son elementos de los que pretenden valerse todas las formaciones para dominar el relato. Y así nos va.

Y es que emocionarse es inherente al ser humano, sí. Pero una cosa es eso y otra muy distinta aceptar como normal que la política se limite a una batalla por ver quién remueve más y mejor los sentimientos y los instintos de la población. Y es que el debate público se ha dirigido en los últimos años a demostrar que se es mejor persona que el de enfrente o más generoso que el de al lado; y esa oda a la bondad ha derivado en un amplio consenso en torno a eso a lo que hoy llamamos “bien común”. Y a ver quién es el guapo que se opone a semejante término. Porque el tema no es el qué, sino el cómo. Y ahí pienso, o quiero pensar, que los partidos tienen ideas y propuestas diferentes. Que una cosa es querer y otra, muy diferente, poder. Que frente a los discursos del “todo gratis”, hay quien sabe que los recursos no son infinitos. Y, sobre todo, que para que algunos tengan derechos, otros tienen que cumplir con sus obligaciones. Si nos dejamos llevar por las emociones y dejamos a un lado los argumentos, ganan los irresponsables. Y ante esto no debemos tener complejos, porque estos últimos no son mejores personas, son, simplemente, unos oportunistas.