EL 29 de diciembre de 1978, la entonces llamada Gaceta de Madrid (Boletín Oficial del Estado) publicaba la entrada en vigor, ese mismo día, de la Constitución española. Solemnemente, con el escudo “preconstitucional” impreso (es decir, con su águila, su Una, grande, libre, su yugo y sus flechas, todo muy franquista) y el texto de la Constitución en los diferentes idiomas del Estado. En el caso del euskera, bajo el gran título: “Konstituzio Espainiako”. Tal cual. Se inauguraba así el régimen del 78. Han transcurrido casi 45 años. 16.337 días después, el Congreso de los Diputados aprobó ayer el cambio de reglamento que permite el uso del euskera, el catalán y el gallego en el “templo de la palabra”. Tras casi medio siglo de menosprecio e ignorancia, y aunque sea por la puerta de atrás de una posible investidura, los diputados y diputadas tienen a partir de ahora libertad para usar el idioma oficial o cooficial que deseen. Incluso Feijóo, que sabe gallego, incluso Borja Sémper que algo chapurrea el euskera. Pero la derecha ha hecho de esta libertad de elección y esta igualdad entre lenguas –¿no reivindican lo de “libres e iguales”?– un motivo más de bronca. Y con esta gresca están poniendo de manifiesto un desprecio absoluto por las lenguas y por quienes las utilizan. Negarse a ponerse los pinganillos de traducción es renunciar a entender a un representante legítimo de la voluntad popular, y no solo de quienes le han elegido. Que también. Es toda una declaración de principios. Con todo, el cambio en el reglamento se aprobó con 180 votos a favor, cuatro más de la mayoría absoluta, incluido el de una diputada del PP –gallega, para más señas– que, vaya por Dios, se equivocó. Y eso que la votación era en perfecto castellano. Igual fue cosa de los dichosos auriculares y, como Carlos Iturgaiz en aquella memorable votación en el Parlamento Vasco en la que “se lio” con los pinganillos y votó “sin querer” por otro compañero ausente, le dio al botón equivocado.