Las matemáticas se han introducido en la política de forma inesperada pero inexorable. No hablo ya de la aritmética, siempre presente por pura necesidad vital: sumar votos, sumar aliados, restar rivales (incluso dentro de las filas propias), multiplicar panes, peces y dineros, dividir adversarios... esas cosas tan pedestres. Tampoco me refiero a la lógica, que merecería capítulo aparte. Está últimamente muy presente también la geometría, con esa derivada –otra acepción matemática– de la geometría variable tan útil y tan inextricable, que lo mismo vale para lo que siempre nos enseñaron que no debe hacerse, como sumar peras con manzanas como para cuadrar círculos. Y en esto, por si no fuera ya complejo de por sí, nos llega el álgebra. En los últimos tiempos todo el mundo de la política habla de la ecuación. Que si Vox está o no en la ecuación con el PP para la investidura de Feijóo. Hombre, parece bastante claro, aunque se esconda entre paréntesis. Que si Puigdemont está en la ecuación con Sánchez. Que si falta despejar la incógnita del PNV. Que si hay que buscar los denominadores comunes... Uno, que siempre suspendió Mates –y esta columna seguramente será prueba de ello–, sí sabe que hay ecuaciones irresolubles. Si la investidura tras el 23-J es una de ellas o no, el tiempo lo dirá. Pero se le parece mucho. Tanto en el PP como en el PSOE hay movimientos internos (barones o jarrones chinos e históricos) que tratan de condicionar el diálogo, las negociaciones, los interlocutores y los posibles pactos. Y en Sumar, además de andar un poco por libre, son capaces de ir a negociar a Waterloo cuando tienen un lío dentro que no se lo salta un binomio. Los profes recomiendan resolver las ecuaciones paso a paso: 1. Quitar paréntesis. 2. Quitar denominadores. 3. Agrupar los términos en x en un miembro y los términos independientes en el otro. 4. Reducir los términos semejantes. 5. Despejar la incógnita. Hala, al lío. l