Estas semanas los partidos nacionalistas negocian las condiciones de su apoyo a la investidura de Sánchez. Entre los lugares comunes que se escuchan está la especie según la cual a los vascos nos interesan estos acuerdos únicamente por lo que de tangible podamos obtener. Es un discurso que gusta lo mismo a cierto sector de la política vasca, que justifica así su implicación en la cosa pública española sin ensuciarse de sospechosa españolidad, como a ciertos grupos de la derecha española, que pueden así criticarnos por falta de fiabilidad y, de paso, legitimar la suya propia como respuesta natural a ese pretendido oportunismo vasco.

Lo peor de ese discurso radica en que, más allá de cualquier otra consideración, es mentira. Una mentira, como en la película de Schwarzenegger, arriesgada.

No es cierto que a los vascos no nos interese la gobernabilidad de España, su futuro, la calidad de su democracia, de su debate público, de sus políticas públicas o la marcha de su economía. Puede resultar una pose efectista –o escapista– afirmar que nos interesa Europa pero no España, que miramos al norte y no al sur, pero no es verdad. España es, por mil razones, nuestro primer espacio de coordinación y de colaboración, y estamos tan concernidos como el que más por su buena marcha. De ahí que resulte lo más lógico implicarse, con lealtad y responsabilidad, no solo en su gobernanza política sino en su vida económica, social y cultural.

Esta relación de mutuo compromiso, de doble vía, ha sido una de las claves de nuestra identidad política por siglos. Ha sido la constante que más nos ha acompañado, que más hemos defendido y cuya falta, en los momentos en que se perdió, más hemos sufrido y más hemos echado en falta.

Esa idea de pacto, de mutua lealtad y responsabilidad, nos podría quizá explicar política y casi diría que culturalmente. Cabe preguntarse si el pactismo ha sido la clave política que nos ha hecho llegar como pueblo vivo hasta el día de hoy.

El pactismo es la cosa más distinta que quepa imaginar al utilitarismo oportunista del aquí te pillo aquí te mato, al regateo de temporada, al si te he visto no me acuerdo. El pactismo es un compromiso mutuo de fiabilidad. Es una apuesta de doble dirección a largo plazo. Hace más de 500 años los vascos hablaban con orgullo de “su culto a la fidelidad” de los pactos, “que más santamente o justamente no se guarda en ninguna parte, admitan esto con ecuanimidad las demás regiones del orbe”, en palabras publicadas en 1514 por el bermeano Fortún García de Ercilla, que por eso podía exigir reciprocidad: “El monarca, como un animal racional y político se somete a la razón y a la naturaleza y, por ende, queda obligado por los pactos”. Y por ese mismo motivo en aquella cultura cabía “alzarse” cuando los pactos no se cumplían.

Los pactos son complejos y no siempre funcionan. Nuestra historia está plagada de desencuentros y conflictos entre nosotros y con los demás. Pero quizá los pactos constituyen lo mejor de de nuestra forma política. El pactismo se construye, cuando se puede y con quienes quieren, sobre el respeto mutuo, la lealtad, la fiabilidad y la corresponsabilidad. Jugar con la idea de que a nosotros los pactos solo nos interesan por utilitarismo u oportunismo, por sacar tajada, por ir a lo nuestro, es mentira. Desconocer la naturaleza del pacto es desconocernos. Despreciar el pacto es despreciarnos a nosotros mismos. Y es hacernos flaco favor, porque como sabían nuestros mayores solo aportando credibilidad, corresponsabilidad y lealtad podremos exigirla de vuelta y resistir cargados de fuerza cuando toca.

Resulta obvio que la naturaleza del juego político exige en cada momento aprovechar la oportunidad de las circunstancias para negociar las mejores condiciones de cada ocasión favorable. Cada detalle de una negociación tiene su momento. No caben en ello ingenuidades. Pero confundir esta táctica de negociación con la esencia de nuestra naturaleza –y de nuestra experiencia– política es una mentira arriesgada.