Nuestra sociedad actual tiende a convertir casi todo en un espectáculo, en un circo en su sentido más radical y clásico (romano) y en esta tendencia generalizada las elecciones, tal y como lo comprobamos cada día, no son una excepción. El deporte ya ha cedido su lugar. Sus protagonistas forman el grupo de los esclavos, sin apenas conciencia social de ello, y aunque a diferencia de los gladiadores antiguos los más mediáticamente destacados formen el grupo de las gentes que están más en la farfolla de breve recorrido y mejor pagados. Es lo que le ocurre al espectáculo cuando emerge como poder superlativo, autónomo y desafía al poder necesario para la convivencia humana. Basta pasar una breve revista a los últimos campeonatos mundiales, juegos olímpicos y otros eventos sobre los que anidan las corrupciones, se vuelcan las multitudes y se recrean las identidades en claves de agresividad conquistadora (a por ellos).

La democracia se asienta como apoyatura principal en las elecciones, es decir el modo o método del que se sirve para elegir y seleccionar a las personas y partidos políticos a quienes corresponde en cada circunstancia ejercer el poder. Se ejercita habitualmente con los diversos sistemas de votación. Mucho se habla del mayoritario o proporcional como los grandes sistemas sobre los que se puede desarrollar la elección de líderes. Son “las elecciones” el plural de elección y que en definición de la RAE significa la acción de “escoger, preferir a una persona para un fin”. Tras esta poco precisa aproximación conceptual la tendencia explicativa más corriente y brutal acerca de unas elecciones es la de marcar una división neta entre vencedores y vencidos. Proceso totalmente alejado de su sentido institucional como evaluación ponderada y generalizada acerca de las preferencias de unas personas y unos partidos sobre otras para una determinada gobernanza, con sus programas, liderazgos, sus coaliciones y con sus contrapesos. Todos ellos en la cima de la responsabilidad pública y cumpliendo las normas del decoro y la institución constitucional.

Nada de esto se cumple con normalidad. Parece urgente llamar la atención sobre el empobrecimiento democrático al que nos está conduciendo el sensacionalismo comunicativo. Por ello nada más contrario a la democracia que azuzar cualquier tipo de polarización política, cualquier fanatismo de una única e indivisible verdad, cualquier simplificación de los mil matices y circunstancias específicas. Con lo que podemos enunciar sin gran margen de error lo alejados que se encuentran actualmente, entre nosotros, muchísimos de los medios y los “hechiceros” de la comunicación en el campo de las ideas, así como las generalmente anónimas e innobles redes de comunicación social, novedosa práctica diabólica para una gobernanza de la polís constructiva y democrática. Y lo que es aún peor lo poco propicios que, desde su prepotencia y poderío, se muestran todos ellos para una mínima autocrítica o simple rememoración arrepentida de cuanto ayer dictaminaron de manera categórica y en sentido contrario. Lo que en términos cotidianos se conoce como “la hemeroteca” y que no pasa de tener un valor mínimo y marginal ante la desmemoria, el fanatismo y la desfachatez de los “celosos de una sola verdad” y su aplicación con desvergüenza y prepotencia.

En esas estamos y además en continuidad, pues si no son unas elecciones para un determinado ámbito de la gobernanza y el poder, lo son para otro, o si no, se ensayan la autoafirmación y el descrédito ajenos para la próxima, aunque sea muy lejana en el tiempo, confrontación electoral. Quieren que vivamos perpetuamente, merced a los medios, en plena efervescencia para sobresalir como gorgoritos sobre el rival.

Ya va siendo hora de que al igual a como lo hiciera Montesquieu para embridar los poderes básicos, algún pensador, hábil en politología, fuera descubriendo métodos y modos sutiles, para que la elección de nuestros representantes políticos en democracia fuera un modelo creciente en limpieza competitiva cargada de resonancias intelectuales y de un elevado sentido moral. Mientras tanto, nada de quedarme en casa como rabieta en el acto de las elecciones u otras formas de respuesta airada. Yo votaré siempre a aquellos partidos y a aquellas ideas que menos insulten, agredan y descalifiquen al otro; a quienes abandonen la retórica de las “canciones de gesta”, de cualquier “roldán campeador” sean históricas o más modernas; a quienes mejor gestionen la cosa colectiva; a quien reconozca la enorme dificultad de la gobernanza cotidiana y se empeñe ardua y paulatinamente en su logro; a aquel que menos promesas milagrosas haga y sobre todo a quien haga de la entereza, realismo y el buen sentido su seña de identidad.

En suma, trato de recorrer humildemente un camino e invitar a que me acompañen muchos, para, tras largo recorrido sin duda, el buen gobierno se apoye en la negación activa del actual y diabólico espectáculo comunicativo agónico y electoral, para así ir tomando aires de una nueva manera de alcanzar honestamente el poder. ¿Maquiavelo o Montesquieu?