Se ha hablado mucho estos días del incidente del batiscafo y sus turistas de las profundidades. Más allá de los injustos agravios comparativos entre unos sufrimientos y otros que el operativo ha desvelado, el caso nos habla de un futuro que ya vivimos.

Se dice que por milenios los humanos vivieron sin alejarse más allá de unos kilómetros del lugar en que nacieron y que durante la mayor parte de la historia no se separaron de sus grupos y redes. El pasado está tan lleno de excepciones a esta regla que dudamos que pueda considerársela como tal. Estas excepciones no solo explican la historia, sino que nos muestran quiénes somos. Cuando Frodo y su valiente Sam salen de la comarca llegan a unas huertas vecinas y se paran un momento para sentir ese momento en que dar un paso significa el comienzo de lo desconocido y su aventura.

El evento del batiscafo nos habla de otras cosas. No es un turismo de la aventura, puesto que la aventura es el desafío de nuestros límites, es prepararnos, probarnos y medirnos, es reconocernos con sorpresa en cada reacción ante lo nuevo, es aprender de las decisiones que libremente en cada momento tomamos o no tomamos, como cuando el viejo caballero deja decidir a Rocinante pero no lo culpa porque dejar decidir fue decisión. Tampoco es un deporte de riesgo. Más bien sería la compra del riesgo y el alquiler de la aventura. Dijo el recientemente fallecido Nuccio Ordine que el saber no es un don, sino una laboriosa conquista, que con el dinero puede comprase casi cualquier cosa, pero no el conocimiento. Algo parecido cabe decirse de la aventura. El dinero puede comprar productos que prometen lo imposible, pero no el crecimiento de afrontarlo con tus propios seso, pies y manos. Phileas Fogg no subcontrató su reto. Era rico, pero sabía que más vale volver pasados los 80 días que comprar el éxito mentiroso. Por eso Verne nos contó su historia.

Este nuevo turismo de cheque largo, riesgo ancho, mérito escaso y aprendizaje nulo avanza por nuevas fronteras: la de las profundidades abisales del océano que se burlan todavía de nuestra pretensión de saberlo y controlarlo todo; o la del espacio, hasta ayer reservado a las expediciones públicas de unos pocos países y hoy en el mercado de las empresas de telecomunicaciones o en ese nuevo formato del viejo expo-vacaciones al que mi padre nos llevaba a mi hermano y a mí, que nos lanzábamos a la caza de pegatinas, posters y caramelos.

Los polos, las profundidades de los océanos y el espacio eran lugares a los que el hombre no llegaba sino en ocasiones por su basura, pero cuya exploración y explotación avanza. No busque aquí nadie una crítica a la ambición humana por explorar y explotar, por la aventura y por el comercio: fueron esas ambiciones las que nos sacaron de la caverna y nos legaron el fuego, la rueda, la tortilla de patatas y la operación de apendicitis gracias a la cual les puedo escribir, lo cual es poco importante para ustedes pero mucho para mí. Tampoco temo la participación privada en todo ello, que yo sepa ni los que salieron de África por vez primera, ni quienes cruzaron a pie el estrecho de Bering helado ni, por poner, los vascos que montaron la primera instalación industrial de Norteamérica fueron con ninguna orden ministerial sellada bajo el brazo. Pero sí deberíamos gobernarnos mejor en estas nuevas carreras porque nuestros medios para hacer el bien y el mal son más poderosos y más rápidos: nos dan menos margen de error y nos obligan a anticiparnos más. El derecho del mar se desarrolló en el siglo XX porque las oportunidades y riesgos del mar no eran ya los de los corsarios berberiscos o los del capitán Mundaca en el Caribe.

En plena guerra fría fue posible avanzar en el derecho del mar, el derecho del espacio y el derecho de la Antártida. Hoy todo parece más difícil. Quizá porque lo sea. O quizá porque nos hemos acostumbrado a que el valor, la belleza, la virtud o la aventura del aprendizaje y el conocimiento se pueden comprar o subcontratar.