Sorprendería que hubiese sorprendido a alguien la materialización del pacto previsto entre el PP y Vox. Lo que acredita que nadie se creyó a Núñez Feijóo cuando jugaba a ser superdiferente a Pablo Casado, que fue quien primero coqueteó con la ultraderecha. En descargo de ambos hay que decir que sus predecesores no necesitaron de sus votos porque ya los tenían. Las mayorías absolutas de José María Aznar se las debía a quienes reconocieron en él al pizpireto adolescente que se reclamaba “falangista independiente” y “auténtico joseantoniano” en los últimos años del franquismo y cuestionaba una década después la Constitución del 78 porque, a su sombra, “el ser y la concepción misma de España están en juego”. Sí, la virtud que el aznarismo aprendió del fraguismo fue amarrar a sus más ultra a un partido de apariencia reformista y democrática, que fue capaz de alcanzar y conservar el poder por medios democráticos. La pérdida de ese poder sacó a las laderas del monte de los balidos de esas cabras. Así que, no ha quedado rajoísmo ni casadismo porque ambos cayeron a los pies del sanchismo. El primero, por la huella corrupta de aquel aznarismo que miraba hacia ninguna parte mientras el partido se le carcomía; el segundo, por la lucha de migajas de poder mientras firmaba el primer cheque en blanco a Vox en Andalucía. Hoy, Feijóo busca votos pidiendo una mayoría que le permita gobernar sin Vox porque, si no los logra, gobernará con ellos. Y receta pasos atrás en lo social y en lo público para desandar caminos de consenso entre diferentes y meter al rebaño en la vereda del pensamiento único. Pero de ahí no saldrá un feijismo duradero. Su liderazgo tiene obsolescencia programada, como los electrodomésticos, y será sustituido al vencer la garantía porque es el (pen)último de la vieja guardia y en el populismo no caben medias tintas y los que en su casa le sostienen / acosan / desgastan llaman libertad y patriotismo sin complejos a lo que su oráculo llamó un día falangismo independiente.