La magia existe y las casualidades, no. Hay momentos en la vida inexplicables. Usted piensa en una persona y de pronto mira a una que se parece. Lo olvida y a los pocos segundos, se encuentra realmente con la persona que creía. Se sorprende y dice: ¡Qué casualidad!. Pues no es casualidad, es magia.
Hace algún tiempo me encontré a una amiga muy querida. Me abrazó con inmenso cariño. No sé lo que me dijo. A la misma hora, me enteré de que había muerto.
¿Casualidad? No, fue una milagrosa despedida.
Hace un año, a una cuadrilla de cinco amigas se le murió de cáncer una. A los tres meses, apareció otra amiga, casi igual que la perdida. Fue una luz inexplicable.
Volvemos a la casualidad, a la magia, a la providencia.
Cuando escribí la novela La mujer de las nueve lunas, fui con mi hijo Gabriel a Bingen, una ciudad alemana al lado de Frankfurt. En ese pueblo de la Selva Negra había nacido Hildegarda, la protagonista de mi novela. Es un poco largo contar las peripecias que pasamos mi hijo y yo, hasta conseguir información. Alguien nos dijo que en un sitio determinado hubo un monasterio de la santa que ya no existía. Aparentaba una casa más de Bingen. Pero por casualidad y, de pronto –sí, fue de pronto–, encontramos un elegante grupo de cinco personas, tres hombres y dos mujeres. Hablaban cordialmente y estaban delante de una casa blanca. Era el lugar que nos habían indicado. Intentamos entrar, ajenos a las personas que se encontraban al lado ¿Qué buscan? Les hablamos de que estaba escribiendo un libro sobre Hildegarda de Bingen.
Se volvieron emocionados. Nosotras –dijo una mujer–, pertenecemos a la Asociación de Hildegarda de Bingen. Emocionados, uno de los presentes nos permitió entrar con ellos. Parecía el hall frío y sin muebles; pero en la segunda puerta que teníamos delante, un mujer con un bonito vestido verde, sacó de su bolso un llave grande y aparecimos en otro mundo. Encendieron la luz y vimos una estancia de piedra perfectamente cuidada; había una mesa larga y pulida, hachones de luz y vitrinas con numerosos objetos personales de la santa. Estábamos fascinados viendo aquella intimidad que se guardaba secretamente, en el mismo sitio que, siglos antes, existió un convento. Hablamos largo rato –gracias a mi amigo alemán, Friedrich Ernes Beygk (otro ángel en mi camino), que nos acompañaba y traducía sus palabras–. Les ilusionaba que un mujer vasca se interesara por una abadesa del siglo XII. Estuvimos mucho tiempo con ellos. En Bingen ignoraban aquel lugar. Friedrich dijo que habíamos querido entrar en la iglesia donde se conservaban los restos de Hildegart, pero estaba en obras y los trabajadores no nos permitieron la entrada. “Ha terminado la jornada laboral, vayan ahora, estará abierta” Y así fue como la puerta grande del templo se abrió para nosotros. Al entrar, la iglesia se iluminó y la música de Hildegarda, compuesta por ella, resonó en el templo. Era un canto suave y precioso. Gabriel sorprendido, como yo, me dijo: “Mamá qué pasa aquí”. La música continuaba mientras avanzamos por el pasillo central. Debajo del altar, en una urna de oro con hermosas filigranas y piedras preciosas como una exquisita joya de Tiffany, descansaba Hildegarda. Me emocioné. Estábamos totalmente solos. Acaricié el joyero donde estaba Hildegarda. Intentamos ver de dónde salía la música. El coro estaba vacío y no parecía que alguien hubiera puesto un reproductor de música. Sobrecogidos y con los ojos húmedos, nos sentamos en el primer banco, mirando los restos de la santa. Las voces angélicas seguían. Los tres nos miramos conscientes de que vivíamos un momento mágico. Mi querida Hildegarda, con la que hablaba todos los días para recrear su vida, había querido darnos una sorpresa misteriosa.
Éramos conscientes de que habíamos vivido un instante mágico.
Con La dama del cisne, mi última novela, volvimos a sentir mi hermano Pablo y yo, que las casualidades pueden ser mágicas.
En la Oficina de Turismo de Florencia, pedí una guía que nos pudiera llevar a conocer los sitios donde había vivido Leonardo da Vinci, mi personaje central de la novela. Luego queríamos ver a Leda, la mujer del cisne, que pintó Leonardo.
A la mañana siguiente, en la entrada del hotel donde nos hospedamos se acercó a nosotros la guía que, supuestamente, nos iba a llevar por el camino de Leonardo.
—Ciao!, nos dijo. Soy Luchia.
Era una chica preciosa, alta, rubia y con unos grandes ojos azules.. En seguida nos sentimos como amigos de siempre, creo que mi hermano se enamoró de ella nada más verla. Con Luchia fuimos a sitios fascinantes. En la perfumería de Santa María Novella –donde había comprado colonias cada vez que visitaba Florencia– entramos, como si las dependientas no existieran, hasta la trastienda, Luchia quería enseñarnos algo que ignoraban muchos habitantes de Florencia. Una sala donde se guardaban, quince tomos antiguos sobre la vida y la obra de Leonardo. Los tomé con respeto. Allí estaban sus dibujos de carros de combate, artilugios para volar, instrumentos médicos. Todo su mundo.
Fuimos a más sitios que sería largo de describir. Comimos la pizza más rica de mi vida. Después, nos llevó al Museo de los Uffichi. Nos presentó al director, intercambiamos unas palabras y de pronto el museo se cerró. No fuimos conscientes de cuándo fue, pero estábamos solos en los Uffichi. Solos en una de los museos más importantes del mundo. Con Luchia fuimos pasando por distintas salas, me parecía imposible aquella intimidad viendo la Primavera de Botticelli, tan cerca, La madonna de Ogiossanti, La Virgen con el niño y San Jerónimo de Gioto, La Virgen del cuello largo, La Sagrada familia, el único cuadro que pintó Miguel Ángel. Una borrachera de colores fascinantes, cientos de cuadros que solo había visto en fotos. Finalmente llegamos Al cuadro de mi futuro libro: Leda y el cisne. Con placer, pude mirar y tocar las pinceladas que había dado Leonardo. No podía reaccionar ante aquel silencio y aquella grandiosidad. Luchia, también, nos subió a una terraza del museo, rodeada de escudos, desde donde se veía Florencia. Bajamos y, creyendo que lo vivido fue un sueño, salimos a la calle. La cola para entrar al museo era muy larga.
A continuación, Luchia nos llevó a una cafetería preciosa, rodeada de las mejores boutiques de Florencia, a tomar un vino blanco frío. Después, cuando empezaba a anochecer, nos dijo que se iba, nos despedimos con mucho cariño y promesas.
Cuando terminé la novela pregunté la dirección de Luchia para enviarle el libro. Luchia no existía.
En ninguna Oficina de Turismo de toda Italia, había ninguna guía que se llamara Luchia. Luchia no había existido nunca. Cuando presente el libro en Madrid, con un inmenso cuadro de Leda detrás y representantes de Turismo de Italia, mi hermano me dijo: “Falta Luchia”.
Le mandé la novela al director del Museo de los Uffichi y él si existía. Me contestó una carta amabilísima y me pidió que, si se traducía al italiano, estaría en un destacado sitio de la boutique del museo.
Tengo más historias mágicas de cuando escribí Leonora, pero el espacio es corto y, mis recuerdos grandes.
¿Por qué les cuento estos secretos? En la vida hay magia, no casualidades. Todo está determinado para que parezca casual, pero las casualidades no existen. La magia, sí.
Periodista y escritora