Hablemos claro: cuando se aboga por la diplomacia a la vez que se reprocha el envío de armas de Ucrania se les pide a los ucranianos que acepten la pérdida de parte de su territorio y que la agresión de Moscú sea premiada por miedo a sus armas nucleares. Porque, ¿qué estaría dispuesto a aceptar Vladímir Putin para poner fin a su agresión? Desde luego, no la devolución de los territorios ocupados en el último año, mucho menos los que retiene desde 2014 e incorporó unilateralmente a la Federación Rusa –Crimea y parte del Donbás–. Por supuesto, no el reconocimiento del daño causado y el coste de su reconstrucción. Y en absoluto aceptar una investigación internacional sobre crímenes de guerra que ponga a quienes actúan bajo sus órdenes ante un tribunal que inevitablemente le señalará a él como criminal máximo por ordenar la agresión bajo la que se amparan los abusos. La diplomacia de este conflicto es la del plomo. La estrategia “diplomática” de dejar a Ucrania inerme frente al potencial acorazado y los mercenarios rusos también es una forma de tomar partido, aunque no se tenga la dignidad de admitirlo en voz alta. Se puede colaborar con su resistencia o con su desplome; por acción o por omisión. Y tengamos claro que la primera no es más inhumana que la segunda. Belicismo también es dejar que los agresores, los que recurren al conflicto bélico para obtener beneficios, campen a sus anchas. Nadie puede sostener, salvo como excusa, que la OTAN amenace la integridad territorial de Rusia. El expansionismo de Putin es eminentemente belicista. ¿Alguien piensa que Ucrania estaría siendo invadida si siguiera siendo la tercera potencia nuclear mundial y no hubiera cedido sus misiles a Rusia? Moscú, Washington y Londres asumieron en 1994 “respetar la independencia, la soberanía y las fronteras existentes de Ucrania” y “abstenerse de la amenaza o el uso de la fuerza” como garantía para una Ucrania desnuclearizada. Kiev abrazó el antibelicismo y se desarmó. ¿Le decimos ahora que se equivocó?