A lo largo del último año, entre la maraña y el ruido, hemos podido leer en estas páginas prácticamente cada semana los lúcidos, juiciosos y documentados análisis de Mikel Mancisidor sobre la guerra en Ucrania. Esta columna se quedaría muy corta para reflejar el envidiable currículum de Mancisidor, pero basta señalar que por formación, vocación y trabajo es un referente mundial en Relaciones Internacionales, Derechos Humanos, Desarrollo Humano, Política Internacional, Educación, Conflictos y Paz. Durante este mes, está dedicando su artículo dominical en este periódico a las “Lecciones de doce meses” de guerra, de lectura imprescindible. Ante esto, uno no puede sino leer y aprender y, en todo caso, apuntalar algún aspecto más pedestre en este día que se cumple un año de la agresión rusa. Nuestra referencia vital histórica más cercana e intensa de una guerra es, obviamente, la de 1936. Mi abuelo combatió en ella, luego estuvo preso en Santoña. Mi padre fue niño de la guerra: exilio. Y luego, niño de la posguerra: hambre. Dictadura. Creo estar seguro de que Franco no quería la guerra. Quería acabar por la fuerza de la amenaza de las armas con la legítima República, someter al gobierno y a la población y crear la dictadura que al final creó pero no necesariamente tras un millón de muertos. La guerra fue la consecuencia de la resistencia de la República y de parte de la población a su criminal y liberticida golpe de estado. De igual modo creo que Putin no quería la guerra con su ilegal agresión a Urania, sino el sometimiento del gobierno y la población y la apropiación de su territorio. La guerra es la consecuencia de la resistencia ucraniana. Sí, también con las armas. Finalmente, la pregunta: ¿qué tenían que haber hecho el Gobierno republicano, el Gobierno vasco, los gudaris y milicianos? ¿Enarbolar el “no a la guerra” en vez del “No pasarán”? ¿Negociar la paz y evitar males mayores que, igualmente, llegarían? Y sobre todo: ¿A cambio de qué?