Señora, estos son mis principios. Si no le gustan, tengo otros.” La réplica de Groucho Marx parece un chiste, pero va en serio. Lo que ayer era blanco, hoy es negro, y mañana será gris o del color que mejor le cuadre a la brocha gorda de la Realpolitik. Que nadie se dé cuenta no sorprende: no queremos que nos agüen la fiesta. Para destrabar los engranajes del sentido común hace falta que selecciones poderosas y bien entrenadas como las de España y Francia sufran la experiencia traumática de ser derrotadas por países en vías de desarrollo. Y así, enmohinados por el bajón de la derrota, mientras dormitamos en el asiento del avión que nos trae de regreso a Europa, toca reflexionar sobre lo inútil de tanto esfuerzo y la vanidad de los trabajos humanos. Nos habíamos ilusionado tanto con esta aventura del primer Mundial poscovid… En Emiratos. Ciudades que surgen en pleno desierto de la noche a la mañana. 200.000 millones de euros pulverizados en estadios y urbanismo futurista. Jeques podridos de dinero y policías en Maseratti.
Tal era el escenario de nuestra soñada gloria deportiva. Hacemos balance y ¿qué queda? Tan solo el meme viral de un devoto musulmán catarí, enfundado en su túnica blanca, haciendo con el móvil una foto a hurtadillas a una despampanante señora croata que baja por la grada sin velo, sin burka, luciendo con desgaire provocador una ajustada y muy poco coránica indumentaria. Estamos en el corazón del mundo islámico y no pasa nada. Todos ríen mientras un niño catarí mira con perplejidad. La FIFA es la mezquita del Deporte Rey, y también un oasis para valores morales. A pocos centenares de kilómetros, en Irán, ya han muerto más de 30 personas en las algaras civiles resultantes del asesinato de Mahsa Amini a manos de la policía moral de la República Islámica.
Ahora el fabuloso Catar se nos aparece como lo que realmente es: una plutocracia petrolera y enemiga del clima, privada de libertades, en la que los homosexuales son perseguidos y miles de trabajadores se dejan la vida para construir en tiempo récord un complejo deportivo que por lo altisonante de su urbanismo recuerda a los proyectos megalómanos de Hitler y Albert Speer en el Tercer Reich. Solo los que regresan derrotados adquieren la clarividencia necesaria para darse cuenta. El resto siguió dándole al balón y al bombo, con la esperanza de llegar a la final.
No solo España sufre de esta pandemia: toda Europa está así. Una de las principales causas de que estemos tan mal en el mundo no son nuestros problemas económicos del momento, sino nuestra falta de coherencia y el talante oportunista, hipócrita y acomodaticio de nuestra política exterior. Nos gusta machacar con que los valores occidentales son el faro del siglo XXI. Blasonamos de una política avanzada en materia de igualdad. Insistimos en la primacía de lo ético sobre lo crematístico. Y poco a poco se van alcanzando acuerdos en lo que respecta a la libertad de la mujer para usar o no velos, burkas, hiyabs y otros distintivos identitarios del islam, siempre según su propio criterio y sin imposiciones de ningún tipo.
Pero un día suenan clarines de oro desde la lejana y fabulosa Doha y todo el mundo se queda deslumbrado, como la liebre ante los faros de un jeep. Cataratas de dinero, fondos de inversión que compran compañías aéreas y equipos de primera división, arquitectura de vanguardia, y… ¿Qué pueden hacer los valores ilustrados de Occidente contra el Deporte Rey y el petróleo de las Mil y Una Noches? Nada. De modo que nos hacemos los locos, hacemos un break en nuestra cruzada moralista, nos embutimos en la camiseta de la selección y corremos en tropel a un país en el que las mujeres están consideradas como ciudadanas de segunda clase sin capacidad para decidir. ¿Y para qué sufrir? Hasta el más puritano inspector de Hacienda hace su gasto libre de impuestos en el duty free del aeropuerto. Con nuestros ideales sucede lo mismo. No es cuestión de contrariar a nuestros anfitriones. Pagan, luego me prosterno. Al fin y al cabo, es su cultura.
Por esta senda no avanzamos hacia la luz, sino todo lo contrario. Coherencia, credibilidad y buena fe son esenciales para ganar autoridad en un mundo global. ¿Qué otro recurso le queda a un continente como el nuestro, que carece de poderío militar y fuentes de energía propias? Nadie quiere convertir a Europa en un convento progresista. Pero lo cortés no quita lo valiente. Lo que hace falta es ser consecuentes en el discurso y en la acción. Hay que dar ejemplo y evitar estas obscenas exhibiciones de sumisión al dinero y al poder. Solo así podremos recuperar la respetabilidad necesaria para influir de un modo eficaz en los foros internacionales.
Analista