Apenas veo la televisión. Como mucho, uno o dos programas a la semana y, si me pilla en casa a la hora de cenar, puede que el Teleberri. La forma de entretenernos e informarnos ha cambiado por completo y las nuevas plataformas digitales van sustituyendo a la televisión tradicional. Diría que este es un fenómeno muy extendido en mi generación, que deja en manos de Netflix y Youtube el consumo de contenido audiovisual. Hay un elemento que caracteriza a estas plataformas y que, aunque puede parecer útil o cómodo, es realmente peligroso: el de los algoritmos. Esa especie de fórmula matemática que analiza nuestro historial de reproducciones y hace que nos recomienden contenidos relacionados con lo que se supone que nos interesa.

Y me parece aún más peligroso si hablamos de política, porque estas plataformas hacen que las personas jóvenes, que son quienes más las utilizan, se radicalicen. Imagino un adolescente que empieza a interesarse en política y, por casualidad, llega a un vídeo de un youtuber de determinada ideología, me da igual cuál. Se me ocurren varios con posiciones muy diferentes pero formatos muy parecidos: vídeos entretenidos, de consumo rápido, repletos de eslóganes simples y fáciles de comprar. A partir de ese momento, no dejarán de invitarle a reproducir contenido de ese mismo canal o de otros del mismo pelo. Es, en definitiva, un modelo que fomenta la asimilación directa y la retroalimentación, a la vez que impide el necesario proceso de reflexión, de contraste de matices y búsqueda de posiciones propias.

Y esta tendencia, en la medida en que empuja a la población a los extremos, empeora la calidad de la democracia. Y lo hace porque cada vez más partidos, conscientes del poco rédito electoral que supone asumir riesgos y buscar acuerdos entre diferentes, ofrecen propuestas radicales y se alejan del pragmatismo y la moderación que tan positivos son para la sociedad por poco atractivos que resulten para ideólogos y estrategas de determinadas formaciones.