El papiro se inventó en Egipto en el cuarto milenio antes de Cristo. Hacía falta una forma más ágil de transmitir conocimientos que la representada por las tablillas de escritura cuneiforme. Los escritos en papiro se enrollaban. Para manejarlos mejor y facilitar su preservación, a los rollos se les pegaba al final de la última hoja un cilindro de madera, hueso o marfil y alrededor de él se envolvía la tira. Nacen las bibliotecas, destacando la de Alejandría con sus 700.000 rollos de obras importantísimas.

Los Romanos aportaron mejoras, primero con la modificación del rollo poniéndolo en sentido vertical para facilitar su manejo, y luego con la invención del códice, o sea, del libro, formato que sigue vivo entre nosotros. Pero César incendió la Biblioteca de Alejandría perdiéndose para siempre muchas obras. La Biblioteca aguantó aún un par de siglos más pero en franco declive.

El incendio de la Biblioteca de Alejandría no fue la primera vez en que se destruyó saber –la Biblioteca de Asurbanipal, compuesta por miles de tablillas con grafía cuneiforme, ya había sido destruida por los Babilonios– ni tampoco fue la última. Los nazis eran muy aficionados a hacer quemas públicas de libros que les incomodaban.

Del códice manuscrito hemos pasado al libro impreso, con lo que el saber se fue masificando. Ojo, se ha masificado el saber, pero no la educación, que defino como saber qué hacer con ese saber impreso. Pero es innegable que el libro fue lo que más extendió el saber. Hasta que llegó Internet.

Internet ha extendido aún más ese saber –que no educación– y sobre todo lo ha hecho mucho más disponible. Pero también más frágil. Antes destruir saber –quemar libros– costaba cierto trabajo y requería cierta organización.

La idea de que los ficheros informáticos en Internet puedan desaparecer con poco menos que darle a un botón casi hace que me ría de la catástrofe nuclear. Por eso es imprescindible no abandonar el libro. Pero no sé si lo conseguiremos.

@Krakenberger