Había que hacer un decreto para obligar a los comerciantes a oscurecer sus establecimientos a las diez de la noche, claro que sí, porque son incapaces de calcular los costes que tienen sus tiendas. Había que imponer límites de uso a los sistemas de climatización, claro que sí, porque es evidente que el aire acondicionado se emplea como señal de status más que para favorecer el desarrollo cómodo de cualquier actividad. Y así una tras otra: el decreto de ahorro de energía es un engendro que si algo tiene de valioso es que concreta en un solo papel todo lo que el Gobierno representa. Primero, esa manera de actuar mediante una norma ejecutiva, el real decreto ley, para el que no hace falta considerar los informes técnicos y jurídicos que se requieren en otras normas y mucho menos pactarla con otros partidos. Luego, haberlo elaborado sin solvencia técnica ninguna, a capricho de incompetentes, lo de los 27 grados y todo lo demás. Despreciando cualquier proceso de consulta con las Comunidades Autónomas, que al fin y a la postre son las que han de inspeccionar el cumplimiento de las medidas y que además conocen mejor que nadie el territorio social en el que sería posible aterrizar medidas efectivas. De ninguna manera se ha tratado con los sectores profesionales y empresariales afectados, porque qué saben ellos que no sepan políticos y burócratas de Ministerio. Estéticamente, el presidente se marchó de vacaciones a un palacete en un avión de la Fuerza Aérea Española minutos después de que el Consejo de Ministros evacuara. Y como corolario, tenemos que hay que aprovechar el lance para insultar a la oposición cuando esta manifiesta sus reparos. Todo está ahí, todo un tiempo político se concentra en las páginas del mejunje. Al frente de todo, en ausencia estival del responsable último, tenemos a Teresa Ribera: marisabidilla, perfecta representante de esa izquierda caviar, sobradita y prepotente, que vive de maravilla ordenando las vidas ajenas, especialmente las de quienes menos tienen.

Que sepan en Alemania que aquí apagamos los escaparates

Con ser todo tan tremendo, lo que pocos se han preguntado es por qué en España se ha adoptado la normativa más restrictiva e impositiva de toda Europa, cuando hace apenas tres semanas decía el Gobierno que éramos una isla energética, que los problemas del norte no eran los nuestros, y que no se iban a permitir restricciones innecesarias. Más aún, por qué ahora dice Ribera que se podría poner en marcha el gasoducto de conexión con Francia por Cataluña cuando en febrero afirmaba que era innecesario e inviable. Entonces profesaba la religión de Greta Thunberg, cuyo dogma es que quemar cualquier cosa (gas, carbón petróleo) para obtener energía conlleva matar al planeta, y que hay que descarbonizar a toda costa. De ahí que construir un gasoducto fuera blasfemia. Ahora no, ahora se puede hacer y por el procedimiento rápido. Y también podemos ofrecer la logística de nuestro país para operar como un centro de distribución de todo el gas mundial, el que llega licuado en metaneros desde Estados Unidos o el que en un futuro podamos conectar desde Nigeria. ¿Qué ha pasado entre ambos momentos? ¿Qué queda de ese recibimiento estelar a Greta en la Cumbre del Clima que se celebró en Madrid en diciembre de 2019, a la que Sánchez acudía galán en un rutilante Audi eléctrico recién adquirido por el parque móvil ministerial? ¿Qué hacemos ahora con esa declaración de estado de emergencia climática adoptada por el mismísimo Consejo de Ministros en aquellos meses de exaltación de nuestro compromiso ecosostenible? La respuesta para entender el bandazo y la búsqueda desesperada de ese nuevo papel de España en la crisis de la energía hay que buscarla en Fráncfort, sede del Banco Central Europeo. Ahí, sin que apenas nadie se dé cuenta, ha empezado a operar el llamado mecanismo antifragmentación, el apoyo financiero a los países del sur (Italia, España y Grecia, sobre todo), para que no acaben en la insolvencia, y que consiste en la compra diferencial de deuda pública con el dinero de los préstamos devueltos por los países del norte. Necesitamos hacer todo lo posible para que allá arriba nos miren bien. Por eso hay que contar a los alemanes que aquí apagamos los escaparates antes que nadie, y que les hacemos un gasoducto más rápido que construimos una rotonda. El Gobierno de Sánchez anda sobrado de desvergüenza, y por eso nos habla de solidaridad. El problema es otro: evitar la quiebra y seguir gastando.