a suspensión por parte argelina del Tratado de amistad, buena vecindad y cooperación entre el Reino de España y la República Argelina Democrática y Popular, suscrito en Madrid en 2002, es una pésima noticia. Parece confirmar aquella sensación inicial de que en este asunto hay demasiados cabos sin atar. Hay elementos importantes que escapan al alcance de nuestro radar. Es cierto que hay comentaristas y políticos capaces de explicarlo todo en un pispás, pero a pesar de su ayuda yo, con sinceridad, no termino de entender lo que ha pasado. Y me resisto a cubrir, sin filtros de prudencia, los huecos de información con sospechas que resuenen con mis prejuicios.

Algunos medios han calificado esta ruptura como una “sorpresa”. En honor la verdad, hay que decir que la decisión argelina se puede calificar de muchas formas pero no como algo inesperado o sorprendente. Llevábamos semanas escuchando al gobierno repetir que Argelia no tomaría medidas de respuesta inamistosas y que, en todo caso, nunca se pondría en peligro el suministro energético. Uno no se ve obligado a negar con tanta insistencia algo que no está en la cabeza de otros como posible.

La confirmación de la ruptura argelina nos obliga a lanzar dos miradas. Una hacía el pasado y otra hacia el futuro. La primera debería ayudarnos a entender el porqué del cambio de la política española con respecto al conflicto saharaui. Es un cambio que, por parodiar el error matemático de los comentaristas, podríamos medir en 540 grados: los 180 de la media vuelta y otro giro entero de regalo para que el público menos atento no se lo pierda. Como sabemos desde que Chaplin nos lo explicó en el balneario (The Cure, 1917), para entrar a un edificio la puerta giratoria puede hacerte dar muchas vueltas. Cada giro es una posibilidad de despistar al otro pero también un riesgo de salir malparado y, en todo caso, vas a terminar en el mismo sitio con los mismos perseguidores solo que todos más mareados y despistados.

Adelanto, aunque sé que esto no me va a granjear muchas simpatías, que algunos de los argumentos de fondo presentados por el Gobierno de España me parecen muy dignos de consideración. Son razones que habría que equilibrar con otros principios también importantes y dosificar con mucha prudencia e inteligencia política, pero no son despreciables. Seguramente esas razones deberán terminar por formar parte de una salida posible a la disputa sobre el territorio saharaui. Pero esas razones esgrimidas no explican el porqué del momento elegido, el porqué de la humillante fórmula empleada, el porqué de la ausencia de preparación y diálogo multipartito, el porqué de unas maneras tan torpes y a la postre tan costosas.

Y no estoy diciendo que estemos ante un problema de comunicación. Es más grave. Se trata de un problema de transparencia en relación con las razones de fondo de un cambio tan importante en política exterior en un tema especialmente sensible para la opinión pública española. Si fuera cierto que no conocemos algo esencial de lo que realmente ha motivado este cambio, la decisión cojearía por falta de legitimidad democrática plena. Insisto, no tanto por sus problemas de fondo, que aun existiendo son inherentes a cualquier decisión de política exterior, como por su aparente opacidad.

La primera batalla tras la decisión argelina ha sido jugada en Bruselas y parece que la muestra de músculo europeo ha logrado desviar el primer golpe. Pero esta es una película larga. Y ni los problemas de fondo se van a desdibujar a la sombra de las autoridades comunitarias, ni un conflicto con un vecino tan importante como Argelia puede resolverse sin un acuerdo que resulte digno para ambas partes y salve de alguna forma honorable sus respectivas necesidades políticas internas y externas. Y aquí ya no nos sirve el Chaplin de los inicios, sino en todo caso el ya maduro de la escena de Adenoid Hynkel y Benzino Napaloni en la barbería de palacio.