ucho es lo que se ha escrito, y seguirá escribiéndose, sobre dos figuras tan terroríficas como emblemáticas del siglo XX, Hitler y Stalin; ambos siguen provocando tanta fascinación como rechazo, incluso hay quien todavía las admira (los menos, pero los hay). Se les consideraba personalidades fuertes y carismáticas que se tomaban muy en serio su responsabilidad al frente de sus respectivos estados; incorruptibles e irreductibles en sus convicciones, inquebrantables en su forma de ser y de actuar. Hicieron resurgir a Alemania y a la URSS de profundas crisis internas y/o las llevaron a una cima jamás vista, en direcciones muy distintas, eso sí, y con consecuencias igual de funestas. Los historiadores no nos podemos dejar llevar por sus magnéticos y perversos caracteres y épocas. Sin embargo, siempre nos choca ver a Hitler sonreír o bromear. Nos cuesta observar a Stalin con el gesto relajado. Los dictadores solían rodearse de niños a los que abrazaban o saludaban demostrando, de esta manera, su ternura, simpatía y humanidad, aunque tras ellos, prevaleciera la idea de hombre serio y carismático.

Curiosamente, ni Hitler ni Stalin tuvieron unas vidas personales muy satisfactorias, al contrario, dispusieron de amantes y mujeres, pero tras esa faceta sentimental solo hubo amargura e infelicidad. No supieron gestionar su intimidad, desvelando intensas psicopatías emocionales en ambos. Eran, en el fondo, seres frágiles que acabaron convirtiendo el poder en la base de una egolatría furiosa y desquiciada, para compensar sus frustraciones y amarguras.

La Historia ha ido desentrañando, no sin dificultad, sus caracteres complejos, tortuosos y crueles (gracias a las magníficas biografías de Ian Kershaw, para el primero, o Robert Service, para el segundo). Ambos tiranos, aparte de sentir admiración mutua, mostraron una macabra, instintiva y sádica sed de acabar física o moralmente con sus enemigos (reales o imaginarios) de la forma más expeditiva e intimidatoria posible. Nunca les tembló el pulso. Para Hitler y Stalin el terror era una filosofía de vida, no solo un instrumento para imponer su voluntad. Y, aun con todo, insisto, hay algo que fascina en sus personalidades. Es muy fácil de localizar en Internet o en los propios libros estampas propagandísticas de los dos en la cima de su poder. Todavía se ofrecen miradas dulces que enfatizan más sus logros que sus crímenes, Hitler con su milagrosa recuperación económica de Alemania (como si él se hubiese arremangado y dirigido personalmente el esfuerzo) o sus tramposos éxitos militares (que tiñeron de oscuridad a Europa); o Stalin presentado como el gran líder que transformó a la URSS en una potencia de primer orden (ocultando el enorme peaje humano pagado a cambio).

En la actualidad, cuando echamos la vista atrás y constatamos los horrores en los que se sumergió la Humanidad en el siglo XX, Hitler y Stalin parecen quedar lejos, y sus estampas se recuerdan de forma esquiva o incluso equívoca. De hecho, iniciada la guerra de Ucrania, la controvertida figura del presidente de Rusia, Vladímir Putin, se ha erigido como objeto de debate por este mismo motivo comparativo. Inició su mandato, en el año 2000, reemprendiendo la destrucción de Chechenia a sangre y fuego. También es verdad que el país del Cáucaso era un caos, donde se daba un serio riesgo de atomización de la región por la amenaza de grupos integristas. Pero cómo se actuó allí, violando sistemáticamente los derechos humanos, nunca estuvo justificado. Putin se granjeó, pese a todo, el respeto de Occidente. Hierático y frío, aparentemente seguro de sí mismo, había tomado las riendas de un Estado ruso que parecía ir a la deriva devolviéndole su integridad y fortaleza. Los rusos recuperaron su autoestima tras el fin de la URSS, como ciudadanos de primera, aunque ello no repercutiera de forma nítida en solventar parte de sus problemas del día a día (empeorando, de hecho, sus condiciones de vida, con altas tasas de delincuencia, miseria social, alcoholismo, etc.). Nadie extrajo ninguna advertencia cuando reveló su admiración por el desaparecido imperio soviético y Stalin.

En 2008, dio luz verde a la intervención en Osetia del Sur y Abjasia; en 2011, en Siria; en 2014, en Crimea y en Donbás, y, ahora, en Ucrania. Mientras tanto activaba los mecanismos para perpetuarse en el poder de forma indefinida, cercenaba toda disidencia o crítica social. Y aunque su manera de disfrazar la agresión a una nación soberana ha sonado a mal chiste (afirmando que era gobernada por neonazis, cuando su presidente es judío), era evidente que no se trataba de un macabro sentido del humor. Ha quedado claro el total desprecio que revela por Zelenski, el presidente ucraniano, un actor reconvertido en político, y hombre de comedia. No hay nada más odioso para un Putin que tiene un alto y grave concepto del poder. Así lo entendían Hitler y su admirado Stalin, líderes firmes y resolutivos que, sí, que, mostraban de vez en cuando gestos afables y simpáticos, para no parecer tan solo como seres irracionales y funestos; pero que, en esencia, entendían la autoridad como un asunto reservado para caracteres fuertes.

Claro que, en el fondo, lo sabemos bien, eran temperamentos desequilibrados, irascibles, vengativos y sin conciencia, nada que ver con la equidad y sabiduría que debería portar el buen estadista. Por desgracia para Zelenski, Putin le ha despreciado, y se ha visto obligado a renunciar al humor ante la gravedad de los hechos. Es lo lógico. Los ucranianos huyen, sufren o mueren. La guerra no tiene visos de acabar pronto, con un Putin enrocado en su palacio, dispuesto a no aceptar ni reconocer el fracaso, sonriendo cínicamente, mientras se reafirma en lo acertado de su decisión que solo está provocando dolor y devastación. Desde luego, si alguna virtud han demostrado los dictadores es que son empecinados, no admiten jamás sus grandes errores abocando a las sociedades, por las que afirman velar, al infierno. Por tales motivos, ninguna persona que no sea capaz de reírse de sí misma debería gobernarnos. l

Doctor en Historia Contemporánea