staba todavía exhausto el pelotari cuando el juez se le acercó a devolverle su licencia federativa. Había conseguido la victoria con un último pelotazo que se le fue por poco a la contracancha a su contrincante. "No te quejarás, he señalado falta", le dijo en modo altanero. "Es que ha sido falta", le contestó atónito mientras se quitaba los tacos. "Ya, pero podía haberla dado buena", sentenció aquel singular árbitro ávido de reconocimiento. Tras la ducha, el refresco y el bocata, el chaval manifestó a los suyos su desconcierto por aquellas palabras y se preguntó por qué reclamaba agradecimiento quien se limitó a darle el tanto a quien lo había ganado. O sea, a hacer lo que debía.

Es idéntica la sensación que nos embarga, años más tarde, ante múltiples actuaciones del Gobierno español y el partido mayoritario que lo conforma. Y es que no terminamos de acostumbrarnos a sus continuos esfuerzos por elevar a la categoría de logros históricos o generosas concesiones, según el caso, decisiones que no dejan de ser la mera aplicación de las leyes y del sentido democrático. Es más, algunas de ellas, lejos de toda jactancia, deberían cuando menos avergonzarles por la tardanza de décadas en adoptarlas.

Que en abril de 2022 el Gobierno español condene por primera vez el bombardeo de Gernika de 1937 no es digno de aplauso, sino de reprimenda. Hacerlo como lo hizo el martes no es un paso adelante, sino la constatación de una afrenta. Tampoco es aceptable el pavoneo de quienes anuncian ahora transferencias -o solamente anuncian su desbloqueo- de un Estatuto aprobado en 1979. Ni pretender que el legítimo acceso de un grupo parlamentario a una comisión de secretos oficiales sea aceptado como un acto de generosa indulgencia. Ciertamente, nos rodea demasiada gente fatua que, como aquel juez de pelota, se cree en el derecho de reclamar gratitud y alabanza solo por cumplir con su obligación. Incluso si lo hace tarde, demasiado tarde.