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es tengo que reconocer, me gusta la política. Estoy orgulloso de haber sido alcalde de mi pueblo durante ocho años y durante otros muchos años, cada vez que había elecciones al Gobierno Vasco, mi nombre saltaba entre los primeros nombres para diferentes puestos de responsabilidad, sabiendo los que lanzaban mi nombre al ruedo que la mejor forma de quemar las posibilidades de una persona es plantearla desde el primer momento.

Nunca me ofrecieron nada, puesto que los que podrían haberlo hecho son conocedores de que, además de mis limitaciones intelectuales y mis escasas dotes diplomáticas, no soy persona que me mantengo callada ante lo que no comparto y por lo tanto, imagino que habrán preferido no arriesgarse. Ahora, con mi edad y desde la responsabilidad que tengo en mi trabajo, me dedico, entre otras cosas, a controlar, en la medida de nuestras posibilidades, la acción gubernamental y a hacer propuestas con carácter propositivo.

Todo esto viene a cuento porque les tengo que reconocer que esta semana me tragué el debate televisivo entre Macron y Le Pen donde, aparte de las obviedades típicas de este tipo de encuentros, me llamó poderosamente la atención la referencia de la candidata de extrema derecha al bienestar animal, mejor dicho al maltrato animal infligido en el transporte de ganado, mataderos, etc. Más si cabe, proviniendo esas afirmaciones de una persona que no muestra esa misma sensibilidad con los inmigrantes, pobres particularmente, que llegan a su país.

Creo que el profundo e imparable cambio que se está dando en la percepción que la sociedad moderna tiene del medio natural y su forma de acercarse a la cuestión primaria hacen que contemplemos con una sonrojante naturalidad fenómenos como la humanización de los animales, tanto domésticos y animales de trabajo como animales salvajes, el rechazo a la actividad forestal, su lejanía para con los modos de producción agraria, etc.

Mientras acogemos con naturalidad a perros con gabardina, cadenas de burguer que ofrecen huesos con olor a parrilla para los canes, anuncios de patés para gatos elaborados con ingredientes cuidadosamente seleccionados, ayuntamientos construyendo pipí-canes y parques exclusivos para mascotas, niños que pasean conejos o cerditos vietnamitas por la calle, etc. fruncimos el ceño cuando vemos "crueldades" como esas mascotas que duermen en una chabola exterior al domicilio o esos animales utilizados para trabajos como la guarda del ganado o la recogida de piezas de caza.

Algo parecido ocurre con la cuestión forestal o arbóreas. Así, mientras las instituciones, año tras año, celebran el Día del Árbol con plantaciones de árboles autóctonos y de especies frondosas, acompañados de niños, plantaciones que en la mayoría de los casos son inmediatamente olvidadas y abandonadas, una parte creciente de la población frunce el ceño cuando observa los trabajos que los propietarios forestales ejercen a lo largo de varias décadas en sus terrenos. No solo se llegan a cuestionar los modos de trabajar el monte si no que, incluso, se llega a obstaculizar la plantación de determinadas especies por considerarlas gravemente peligrosas para el medio natural, cuando no altamente contaminantes. Por si alguien anda despistado, estoy refiriéndome al eucalipto.

Como apuntaba previamente, la sociedad cambia la percepción o sensibilidad hacia el monte y la actividad forestal y reflejo de ello es el giro que algunas instituciones cercanas, como las diputaciones forales de Bizkaia y Gipuzkoa, han comenzado a dar a su política forestal, a pesar de tener el eucalipto en el listado de especies legalmente plantables, aprobando una moratoria de nuevas plantaciones hasta el año 2026 y compra de terrenos para plantar frondosas en el primer caso y alargando el turno de corta en el segundo.

Las asociaciones medioambientalistas razonables han acogido con satisfacción las decisiones institucionales aunque imagino que desearían un mayor arrojo en la toma de decisiones y una moratoria más extensa, cuando no la prohibición. Los radicales de la cosa, que en todos los ámbitos los hay, no observan con buenos ojos la mera sustitución de coníferas y eucalipto por frondosas porque, según ellos, en ambos casos no dejamos de hablar de plantaciones arbóreas impulsadas por el ser humano, cuando lo que ellos quieren, así como suena, es el monte espontáneo que surge del abandono de la actividad.

Estos últimos quieren que se impulsen las energías renovables, pero lejos; quieren promocionar la biomasa, pero con astilla de bosques lejanos; quieren impulsar la bioconstrucción de edificios con madera, pero no con madera local y así, otras muchas paradojas con esta gente, que prefiere el abandono y el bosque espontáneo que surgirá de la maleza generada tras el mismo, mientras ellos van al monte a dormir a pierna suelta en su happyfurgo.

Antiguamente eran los hippies, ahora nos toca lidiar con los happyguays.