soma un panorama sombrío. Cuando menos, incierto. Era difícil de imaginar, pero tampoco imposible. Un golpe de ingenuidad había augurado allá por diciembre que la aprobación de los presupuestos en la mitad de la legislatura garantizaba un oasis siquiera de medio plazo al albur de una mayoría reafirmada. Sin embargo, de repente, el cielo se encapota y amenaza aguaceros para la estabilidad del Gobierno y, desde luego, para su futura unidad de acción. Ocurre que en medio de este lodazal político al que ha contribuido la aberrante polarización de dos frentes irreconciliables llega la gran prueba de fuego, capaz de pulverizar un statu quo que se antojaba remanso: la reforma laboral, a votación. Pedro Sánchez, otra vez con el agua al cuello.

Bastaría indicar el sorprendente rescate de Adriana Lastra del baúl de los valedores sanchistas defenestrados para entender el punto de desesperación que asuela al presidente ante la enquistada negociación en torno a la reforma laboral. Vuelve la aguerrida portavoz comisionada para repetir aquel poder de convicción que encarriló la moción de censura contra Rajoy, principalmente con ERC, objeto ahora de oscuro deseo. La misma que se comprometió con EH Bildu hace ya más de un año a derogar la reforma laboral en el menor tiempo posible. El riesgo de que ahora pinche en hueso es elevado. Por eso el riesgo de una derrota sonrojante exaspera a socialistas y a Yolanda Díaz, al igual que a los dos grandes sindicatos, a medida que se acerca el 3 de febrero. La contumacia de las fuerzas periféricas en su rechazo al texto suscrito por los agentes sociales desquicia a la coalición de izquierdas. Quizá la incandescencia del momento requiere que el bombero prestidigitador Sánchez vuelva por donde solía y rasgue todas las vestiduras. Supondría hacer un guiño agónico a los nueve votos del barco hundido de Inés Arrimadas para salvarse de la quema, al tiempo que, sin mover un músculo de la cara, les diría a sus pasmados oponentes: "lo siento, no volverá a ocurrir". Por si algo faltara, siempre le quedaría el apurado pretexto de haberse echado en manos de este requiebro para evitar la vuelta a la reforma del PP. Ya es bien sabido que nunca le han faltado argumentos ni gallardía escénica para justificar el cambio de caballo.

Aún en vacaciones parlamentarias, a la espera de que remita ómicron, la política sigue igual de embarrada que de costumbre. Ahora toca el turno del reparto de las primeras decenas de millones de los fondos europeos. En realidad, podía haber surgido en los tiempos que el conseguidor Iván Redondo recibía en su despacho a los interesados en este maná, pero entonces solo se disponía del manual de instrucciones. En cualquier caso, el dinero siempre da juego. Y parece que hay tema para rato, igual que con el morbo de la separación de Iñaki Urdangarin por su repercusión en las aguas siempre movedizas de la monarquía española.

El Gobierno ha entrado al trapo de la embestida del PP que encabezó -conviene no olvidarlo- Isabel Díaz Ayuso. Otra vez surgen los dos bandos. Conmigo o contra mí. En política y en periodismo. Cada trinchera no admite tibiezas en sus filas. Hay tertulianos a favor y en contra. Hay periodistas de confianza y, al otro lado, los apestados. En el medio, nadie, ni siquiera el sentido común o la cordura. Unos inflan el globo de la corrupción en el manejo de estos fondos y otros cuentan su verdad únicamente a los voceros de confianza para que así contrarresten el efecto pernicioso. La razón de Estado es una entelequia. Viva la gresca, el insulto fácil, el diálogo imposible y el mensaje demagógico. Es la política líquida, estúpido.

Catalunya se aprovecha de semejante vodevil para esquivar sus vergüenzas. Los titulares del PSOE contando con los dedos de la mano los votos que le hacen falta para apuntalar la reforma laboral o las invectivas del PP en la campaña de Castilla y León desplazan el serial de trapos sucios sin escrúpulos del procés y la desaforada defenestración en la cúpula de los Mossos. Los círculos concéntricos del poder fáctico del independentismo han ido dejando unas huellas en su peregrinaje que destilan ese olor putrefacto que deshonra la causa emprendida. Los capítulos de este fango económico con ribetes de familia mafiosa se suceden en más de un medio, aunque la escasa potencia de su ventilador no acerca los ecos a la Corte. Bien mirado, tampoco interesa contaminar el ambiente, precisamente en una coyuntura en la que un voto enrabietado te puede poner al pie de los caballos.