ace algo más de diez años que me licencié, cuando todavía las licenciaturas existían, y he de confesar que en todos estos años he sido incapaz de ir a recoger el título universitario y eso que tiene sus tasas debidamente abonadas. Es más, siempre he utilizado el justificante de pago como si fuese la titulación original. Miento, sí que fui una vez a buscar el papelote firmado por un señor que vive en Emiratos Árabes, pero como en todas las historias que protagonizo, un hecho azaroso hizo que la secretaría estuviese cerrada. Una antigua profesora me reconoció a la entrada y se partió la caja cuando le conté lo de mi viaje en balde. De hecho, un amigo que está en la misma situación y yo tenemos el compromiso de ir juntos un día para recoger los documentos, si es que no los han destruido. Estoy seguro que el día que vayamos nos informarán que hay que volver a pasar por caja. Por lo menos nos servirá para recordar tiempos más tranquilos, donde la preocupación principal era cómo organizar algo que ya no existe, el jueves universitario. Quizá, en alguna lógica freudiana, no recoger el título es una manera de querer agarrarse a un clavo ardiendo camino a los 40. O en la lógica de mi madre, pura vagancia, porque el título del máster tampoco lo he recogido, aunque ese no lo he pagado.