l preacuerdo alcanzado casi in extremis entre ERC y JxCat para conformar un nuevo gobierno en Catalunya bajo la presidencia del dirigente republicano Pere Aragonès termina con un excesivamente largo periodo de gran incertidumbre y evita el desastre que hubiese supuesto la repetición electoral por la incapacidad de los partidos de sellar un pacto de mínimos. Porque, en esencia, esa es, en principio y a la espera de su desarrollo, la gran virtud del acuerdo: esquivar la demoledora sensación de fracaso tanto en los partidos políticos, especialmente en los independentistas, como en la propia sociedad catalana que hubiese supuesto la obligación de volver a las urnas tres meses después y la capacidad de soslayar las grandes diferencias, los puntos de mayor fricción y los escollos programáticos y estratégicos en pos de una alianza que empezaba a parecer ya imposible. Habrá, por tanto, un Govern, lo cual es una gran noticia para todos los catalanes y también para el Estado español. Otra cosa es que haya una mínima garantía de la necesaria estabilidad institucional, dados los antecedentes inmediatos, la experiencia del anterior Ejecutivo gestionado por los mismos partidos -aunque con los papeles cambiados- y el curso de las negociaciones, sobre todo los intentos de Carles Puigdemont de tutelar algunas funciones, en especial la estrategia independentista. Tanto ERC como Junts se apresuraron ayer a asegurar que no habrá tutela alguna -lo que demuestra los intentos de que la hubiera- pero el acuerdo establece una intrincada solución al problema mediante la creación de un órgano de coordinación entre los partidos y las entidades sociales (Assemblea Nacional Catalana y Òmnium) que, a su vez, negociará con el Consell de la República de Puigdemont. En todo caso, el Govern se compromete a trabajar por la independencia, aunque en principio apostará por la mesa de diálogo con el Gobierno español. Pero el nuevo Ejecutivo de Aragonès tendrá, además de su propia cohesión, muchos más retos, algunos urgentes. En especial, el de, siendo declaradamente independentista, gobernar para toda la ciudadanía catalana, que es sumamente plural, y no solo para la mitad. Y, sobre todo, afrontar las muchas y graves consecuencias de la pandemia en Catalunya y gestionar el rescate social y económico del impacto provocado por la crisis.