on trece años ya me decía un profesor que le entraban ganas de darme una hostia. Eran otros tiempos. Un día, fuera de sí por una travesura de otro compañero, en mitad de una de las mayores broncas que recuerdo, me dijo: "¿Qué pasa, simpático, por qué no te ríes ahora?". Bueno, ya les adelanto que las ganas de reírme se me han ido hace unos días y no sé hasta qué punto merece seguir leyendo esto. El caso es que en este experimento social que es el coronavirus, veo dos mundos paralelos. Vidas a diferentes velocidades, con gente intentando llenar el tiempo con rutinas para no ceder al desánimo; hiperasustados unos y relajados otros, ante tanta medida extrema. Sin ir más lejos, un viejo conocido me echó la mano al hombro el otro día en la cola de la tienda, mientras me decía en los morros: "¿Qué pasa, campeón?". ¡Iba a comprar pan para almorzar en la huerta! Y otros viven sin un minuto al día para poder respirar, al borde de la esquizofrenia, y ni extenuados duermen de tanta responsabilidad. Hablo de los que intentan hacer flotar las cosas en medio de esta tormenta, a chapotazos a veces, cometiendo errores, seguro, pero sin parar ni un minuto, porque el barco, si no, se hunde. "Mira, llámame luego, pero insiste, porque ando loco", me decía uno ayer.