Llevamos un tiempo sintiendo un malestar indescriptible, tras cada encuentro con los responsables públicos en materia cultural, o cuando vemos la programación de las exposiciones, por lo difícil que es cada vez extraernos al espectáculo de la guerra que se libra contra la sensibilidad y la belleza que lleva el nombre de “arte contemporáneo”. Basta con recorrer los grandes escenarios del arte contemporáneos, nacionales e internacionales para darse cuenta de la dificultad que los establecimientos públicos encuentran para extraerse a ese agujero, que como ondas gravitacionales, se lo traga todo, bajo la batuta de los establecimientos privados, cuando no se han convertido ellos mismos en sucursales sumisas a este arte nefasto y ramplón , que su estética del gigantismo, ha convertido paradójicamente en el principal vector de la fealdad del mundo, primero por su poder para enmascarar contradicciones, pero también por su poder falsificador, para dar formato a seres y cosas a través de una “belleza de síntesis” capaz de aniquilar cualquier singularidad.

Pero, ¿qué es exactamente lo que a un nivel más popular se reprocha al arte contemporáneo? El arte contemporáneo es aburrido; no causaría emoción estética; no hay contenido; parece como si nada; no cumple ningún criterio estético; no se detecta ningún talento (cualquiera es capaz de hacer lo mismo); se trata de una pura creación del mercado; es un arte oficial, reservada a los iniciados; son diatribas intelectuales, trucos que esconden el vacío; esto es un disparate; el precio de algunas obras no está justificada a la luz del talento o virtuosismo demostrado. Y hay muchas más.

Toda pretensión de análisis sociológico del arte contemporáneo corre el riesgo de estrellarse al ser percibido como un intento de dar a toda costa explicaciones normativas y formales sobre algo que de partida se presenta como insumiso e irreverente. Pese a ello, no nos limitaremos, a orillar esa “prohibición” para pincelar algunas cuestiones que ayuden al público profano, o a entender mejor ese ineluctable fenómeno creativo. Nuestra crítica de este desastre no tiene por qué ser catastrófica, pero es innegable que la colusión que se produjo en los años noventa entre el mercado del arte, las finanzas y las industrias del lujo demostró que si, de un país a otro, las multinacionales instalaban las mismas franquicias con los mismos productos, lo mismo ocurría con la inversión cultural pública. Esta sagrada alianza del dinero multiplicó en todo el mundo las mismas exposiciones de los mismos artistas, para imponerse con una brutalidad totalmente en énfasis con la de un sistema dispuesto a aniquilar todo lo que pudiera obstaculizar su desarrollo. Formulada por un espectador escéptico o indignado, la función de los ciudadanos ahora es defenderse -agresivamente- contra la agresión ejercida por una propuesta cuyo estatuto sigue siendo demasiado singular para ser incluida en la categoría de obras de arte sin menoscabar la definición supuesta de esta categoría.

Nuestra crítica va más allá del cuestionamiento de los medios genuinos utilizados por el arte contemporáneo, como por ejemplo la burla, que intenta transformar el “marco” de percepción y tratamiento del objeto en cuestión, desplazándolo del “modo” de representación artística a la “fabricación”, destinada a engañar. Aunque imputada a la intención del creador, esta abre así el camino a una descalificación de la autenticidad de la obra, que no sería arte sino, en el mejor de los casos, un chiste o una farsa y, en el peor de los casos, un engaño cínico, lo que para alguno justificaría poner en duda la naturaleza misma del objeto excluyéndolo de la categoría de obras de arte.

No nos limitamos tampoco a poner en duda la autenticidad de las intenciones presumidas del artista de no respetar los valores artísticos o incluso de ser hostiles al público. Se trata por consiguiente de oponernos a la aparición de una formidable coartada cultural encontrada por el capital la que, bajo el pretexto de perseguir la búsqueda emancipadora del arte del siglo XX, nos hace ser testigos del gran espectáculo de la transmutación del arte en mercancía y de la mercancía en arte. E incluso de forma muy concreta, si los artistas se están convirtiendo en emprendedores, los emprendedores financieros buscan un estatus de creadores, a través de sus colecciones y fundaciones al uso.

Esa “estetización” monetaria del mundo ha demostrado ser el arma especialmente adaptada a la implementación de este nuevo orden de la negación estética. ¿Debe meterse a la Solomon R. Guggenheim Foundation, entre otras, en esa categoría de entes?

Ante este tsunami estético, los responsables públicos en principio ocupados, a tracas y barrancas en la imposible democratización de la cultura, sienten una doble presión por un lado de asombro expectante y por otro lado preocupación de quedarse fuera de la “movida”. Doble movimiento este donde siempre se impone la ley del más fuerte que no es otro que el dinero y su capacidad de movilizar voluntades, hasta lo más insospechado. Menos glamurosas hoy, más satisfactorias mañana. Así se deberían diseñar las políticas culturales, y el despliegue expositivo en el arte contemporáneo, que son siempre apuestas a medio y largo plazo.

A la vista de todo esto puede decirse que la pretendida crisis del arte contemporáneo se transformó en una crisis de la representación social del arte en un sentido más amplio y lo paradójico de todo lo anterior es que al mismo tiempo asistimos al surgimiento de una conciencia general estética crítica sin precedentes, ya que la problemática que plantea el arte contemporáneo ya no es monopolio de revistas especializadas y sus inquietudes empiezan a poder ser debatidas y analizadas por la opinión pública (y al margen de las instituciones públicas a menudo sumisas).

Para restituir los diferentes enfoques de la problemática habría que cotejar la evolución cruzada de generaciones, las tradiciones de las disciplinas temporales, tradiciones disciplinarias, las posturas conceptuales y, en especial, los métodos de trabajo concretos de cada una de ellas. Ese planteamiento permitiría distinguir modelos particulares del pasado, cuya visibilidad suele ser inversamente proporcional a la fecundidad real que heredamos de ellos y los enfoques actuales, menos ideológicos y poco reconocibles para los profanos. Que traten sobre la difusión, la mediación, la producción o sobre las mismas las obras de arte, los numerosos estudios realizados en los últimos cuarenta años se remiten a enfoques propios de la investigación sociológica de cuyos resultados concretos aún se nutren los debates de mayor sentido. Y sobre todo que han destapado cuestionen altamente problemáticas para la sociología en su conjunto.

Mientras tanto nuestros responsables públicos de la cultura, cada cual con su intrépido voluntarismo a la hora de programar arte contemporáneo en su territorio, proseguirán con altos y bajos su labor de llenar obsesivamente las exposiciones, con el amargo consuelo que ante cada crisis estética, con su palo en alto, estas perseguirán aguantar su vela.

Sociólogo