El premio Nobel de la Paz 2018 ha sido concedido al congoleño Denis Mukwege (63 años) y a la activista yazidí Nadia Murad (25). Se trata de un ginecólogo que cura a las mujeres violadas en su país, la República Democrática del Congo, y de una joven iraquí secuestrada y vendida como esclava sexual por el Ejército islámico. El comité noruego que designa a los premiados ha querido distinguir la labor de ambos en la lucha contra la violencia sexual; con tal distinción se pretende denunciar el uso de la violencia sexual como arma de guerra. No ha habido guerra sin violaciones. Sin ir muy lejos en el tiempo, los lectores recordarán las guerras yugoeslavas que tuvieron lugar entre los años 1991 y 1999, en las que se perpetraron más de 30.000 violaciones, particularmente de mujeres musulmanas por soldados serbios. Coincidiendo en el tiempo, en Ruanda, en apenas dos meses del año 1994, cientos de miles de mujeres y niñas fueron violadas. Y en la actualidad, en Siria o Irak ocurre lo mismo como testimonia la galardonada Nadia Murad.

Estudiar la historia no solo es aprender lo que ha sucedido, sino lo que puede volver a suceder y es probable que suceda. Testimoniar las violaciones de mujeres con ocasión de las guerras no es vivir en el pasado, es el pasado vivo en el presente. Del estudio de la historia militar, desde la guerra de Troya, 1.300 años antes de nuestra Era, hasta la actualidad, pasando por la entrada de los rusos en Berlín en 1945 -retratada por Max Färberböck en Una mujer en Berlín-, podemos concluir que la violación no es un subproducto de la guerra, sino una parte deliberada de la estrategia castrense. Violando mujeres, y en ocasiones también hombres -como ocurrió en la antigua Yugoslavia- los ejércitos pretenden consolidar la propia posición de dominio, humillar y minar la moral del enemigo y gratificar a la soldadesca con el disfrute de la mujer como parte del botín de guerra. Las violaciones en tiempos de guerra no se han considerado delitos salvo excepciones, como en los juicios que al finalizar la Segunda Guerra Mundial tuvieron lugar ante el Tribunal de Crímenes de Guerra de Tokio, que condenó como trato inhumano las violaciones por el ejército japonés de 20.000 mujeres y niñas chinas tras la toma de la ciudad de Nanking (1937). Para que se hagan una idea de lo que fue aquello les recomiendo la película Ciudad de Vida y Muerte del director chino Li Chuan, que en 2009 emocionó al público asistente al Festival de Cine de Donostia. Llamativamente, no se acusó a ninguno de los nazis juzgados en los juicios de Núremberg pese a los miles de millares de violaciones cometidas por soldados de la Wehrmacht, sobre todo en Polonia y en el frente oriental europeo.

Aunque las violaciones en guerra y conflictos atraviesan los continentes y las distintas etapas de la historia de la humanidad, no fue hasta el año 1988 cuando se aprobó el Estatuto de Roma, que dio vida a la Corte Penal Internacional. Entre los delitos perseguibles por ese Tribunal se incluyeron en el artículo 7g como crímenes de lesa humanidad la violación, la esclavitud sexual, la prostitución y el embarazo y esterilización forzada o cualquier otra forma de violencia sexual comparable con motivo de guerras o de conflictos. Pero el éxito de la inclusión de este nuevo delito internacional ha sido relativo, hasta el punto de que un compungido Richard Gladstone, fiscal jefe del Tribunal Penal Internacional para la exYugoslavia, confesó que: “la violación nunca ha sido la preocupación de la comunidad internacional”.

Una afirmación tan rotunda nos interpela a todos, pues es cosa generalmente aceptada que en la guerra no valen el fervor ni la piedad. Con toda razón, en su drama sobre Julio César, William Shakespeare pone en boca de Antonio: “¡El hábito del horror sofocará toda piedad!”. Pero si la curiosidad de alguno de ustedes les lleva a la lectura de los libros más importantes sobre “el Arte de la Guerra”, como lo llamó Sun Tzu (primera mitad del siglo V a.C), probablemente el mejor estratega militar teórico aunque sostenía la premisa de que la guerra es mala, pasando por Karl von Clausewitz, general prusiano durante las guerras napoleónicas, Mao Zedong, teórico de la guerra de guerrillas, o el contemporáneo John Keegan, comprobarán que ninguno, oigan, ninguno, hace la más mínima referencia a las violaciones como parte de la estrategia militar. Tampoco los intelectuales que ponen el acento en la relación entre guerra y conciencia. El canadiense Michael Ignatieff publicó con enorme impacto un ensayo al respecto titulado El honor del guerrero en el que trata las consecuencias y enseñanzas de las guerras étnicas en la antigua Yugoslavia, Ruanda, Afganistán etc. Se trata de un testimonio de primera mano y un análisis con pretensiones de alcance. Ninguna referencia a las violaciones en masa sucedidas en aquellos países. ¿Desinterés? De ninguna manera, la guerra siempre ha tenido un ingrediente sexual. La cuestión es otra, las esposas o madres de los soldados violadores no aceptarían que sus hijos o maridos se comportaran en la guerra como cirujanos medievales enloquecidos haciendo sangrías en las mujeres de los enemigos. ¿O sí? Es el momento en el que la pregunta transforma al preguntador. Más que repugnancia moral, se trata de un tema tabú y por eso los teóricos de la guerra ocultan en sus estudios la estrategia de las violaciones, pues siendo eficaces resultan repulsivas, más incluso que la tortura o las masacres. Sin embargo, los tabúes acaban resquebrajándose cuando los hechos son observados por la mirada de los medios de comunicación y llegan al conocimiento de los ciudadanos. El tabú de la inexistencia de la práctica de la tortura y sevicias físicas en el Irak ocupado por el ejército norteamericano se hizo añicos cuando tuvimos ocasión de ver fotografías obtenidas en la prisión de Abu Ghraib, con el añadido de que por tratarse de un ejército futurista alguno de los torturadores era mujer.

En la persecución de sus fines egoístas, los Estados o los grupos alzados en armas acostumbran a fomentar la indiferencia o reducir a la impotencia el impulso natural de los humanos ante lo brutal o injustificado. Así consiguen un colectivo apartar la mirada de las violaciones en guerras y conflictos. Reorientar nuestra mirada hace más meritorio y sobre todo necesario el premio Nobel concedido este año a Denis Mukwege y Nadia Murad, pues los perros de la guerra se desatan en la dirección del olor de la pólvora.