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La ética del adjetivo

Estos días hablamos mucho del lenguaje. El adjetivo que estamos o no dispuestos a incorporar a nuestro discurso sobre las décadas de la violencia en Euskadi es, en realidad, un retrato de nuestra capacidad de compartir una base ética; un mínimo democrático. La muerte de un preso a mil kilómetros de su familia es injusta, con independencia del motivo por el que estuviera en prisión. Es injusta por el principio de humanidad y porque en el modelo democrático que nos hemos dado no existe la pena de muerte sino la función reinsertadora de la prisión. Cuando se obvian estos elementos con una estrategia medieval, es injusto. Pero eso no convierte al preso en gudari, como hemos podido leer en las paredes. La ética de quienes realizan esas pintadas también está por debajo de los estándares de la democracia. La injusticia tiene muchas formas y una de ellas es la incapacidad de reconocerla en los afines y proyectarla a los ajenos. El principio de justicia debe ser universal, sin doble rasero. Las víctimas de ETA sufrieron una agresión y un dolor injusto; tan injusto como las del GAL, el Batallón Vasco Español y los torturados. Es la ética democrática la que determina que esto sea así. La que exige que lo que no es admisible sea retratado como tal. Injusto es un adjetivo desapasionado en comparación con la tensión en las tripas que han tenido que soportar esas víctimas. Pero no deja un resquicio a la tentación de quienes, con su silencio, pretendan que no hubo error en la violencia; solo un fracaso táctico. Por ahí, no.