en los años ochenta del pasado siglo, Euskadi vio aflorar un pujante y potente movimiento antimilitarista que generó nuevos análisis y percepciones acerca de la realidad militar, socavando al tiempo la tradicional configuración del ejército del Reino de España. Con puntos de partida y desarrollos diversos, sustentados en planteamientos pacifistas, anticapitalistas, de ética cristiana, antisistema o, simplemente, abertzales, los numerosos grupos que participaron de aquel movimiento de desobediencia no violenta, convergían, cuando menos, en un lugar común: la desaparición del Servicio Militar Obligatorio.

Liderados por organizaciones como el MOC (Movimiento de Objeción de Conciencia) y Kakitzat, y con el apoyo de diferentes organizaciones políticas juveniles (EGI, JJSS, Gazte Abertzaleak, etc.), las protestas de aquellos jóvenes enfrentaron al Gobierno español (no me gusta el término central ya que por analogía el ejecutivo de Euskadi podría ser llamado Gobierno periférico vasco) a una realidad novedosa y no prevista, frente a la cual no disponía de respuestas claras: la realidad de centenares de jóvenes que se encadenaban en la verja del Gobierno Militar reivindicando a Mahatma Gandhi, se negaban a acudir al llamamiento a filas, desacataban las órdenes judiciales y engrosaban un cada vez más numeroso colectivo de presos de conciencia en un Estado que trataba de consolidar su estatus democrático tras unos tiempos convulsos en los que no faltaron tentativas golpistas.

La represión por aquellos actos a todas luces ilegales derivó en una reacción de creciente apoyo popular y político que, abriéndose paso incluso en los debates institucionales, llevó al entonces ministro de Justicia e Interior socialista Juan Alberto Belloch (1994-1996), a declarar que el movimiento insumiso “tenía una estrategia ganadora”.

Con el afán imposible de matar moscas a cañonazos y tratar de aplacar la marea que preludiaba el maremoto de la insumisión, el gabinete de Felipe González aprobó en 1984 la Ley de Prestación Social Sustitutoria que permitía a los objetores sustituir la “mili” por una suerte, notablemente indefinida, de trabajos comunitarios. Dicha ley, apoyada en el artículo 30 de la Constitución española del 78 (relativa a obligaciones militares de los españoles y sus causas de exención), no sólo no consiguió efecto alguno sino que contribuyó al vaciamiento de las “llamadas a quintas” al crear una plataforma perfecta para que, involucradas numerosas organizaciones culturales y deportivas en la emisión de certificados falsos, diversos sectores que no se atrevían a dar el paso hacia posturas más comprometidas, pudieran hacer efectivo su rechazo absoluto a la jura de bandera. Por fin, ante la evidencia de un sistema legal obsoleto y profundamente denostado, el servicio militar obligatorio llegó a su fin el 1 de enero de 2002.

Hoy, cuando analizamos aquellos hechos que no sólo marcaron una época sino que transformaron totalmente, “por tierra, mar y aire” el ejército español para el futuro, restaurando al tiempo a los vascos su derecho histórico de raíz foral a la exención del servicio militar, considero que la inmensa mayoría de ciudadanos vascos actuales realizan un balance muy positivo de aquella lucha, validando, por sus importantes resultados para el bien común, los procedimientos seguidos. Asimismo, me atrevo a decir que muchos vascos de aquella época, (algunos llegaron a autoinculparse en solidaridad con los represaliados) consideraron perfectamente legítimo aquel movimiento a pesar de llevar aparejada la conculcación del Código Penal Militar a través de la comisión de delitos como el de deserción (penado con años de cárcel). Estoy persuadido de que la sociedad vasca nunca ha considerado delincuentes a los actores de aquella resistencia civil.

He querido servirme de este sintético recordatorio histórico para ilustrar hasta qué punto determinados argumentarios desarrollados en torno al procés catalán (proceso que afectará, sin duda, al futuro de los vascos), son tendenciosos o simplemente, presentan una verdad restringida. Porque argüir que en una democracia la legitimidad sólo puede venir de la mano de la legalidad es tanto como afirmar que las leyes siempre son justas; es tanto como declarar que el movimiento de objeción de conciencia antes citado, por su componente de desobediencia civil, nunca debió existir ya que atentaba contra la legislación vigente. Por ello, cuando escucho a reputados dirigentes del Partido Popular repetir constantemente que sin ley lo único que queda es la “selva”, sería bueno requerir (concepto muy de actualidad) a tales representantes para que respondieran a esta cuestión: ¿Y qué pasa si es la propia ley la selva? Una selva en la que el Estado actúa a modo de “depredador” aplastando el “hábitat” (el Estatut) de una comunidad, sin más razón que la de la fuerza (de una fuerza judicial absolutamente politizada)? ¿Qué legitimidad tiene Mariano Rajoy para hablar de legalidad cuando, tal como señala el historiador y profesor de la Universidad Autónoma de Barcelona Borja de Riquer, el hoy presidente del gobierno se dedicó personalmente a recoger firmas en Galicia a personas cuyo deseo no era signar en contra del nuevo Estatuto sino “en contra de Cataluña”? ¿Es acaso legítimo apelar a la legalidad para actuar al modo del fascismo, cerrando por la vía de la represión sistemática la crisis de representación que el Estado español tiene hoy en Catalunya?

Como no considero legítimo “comenzar el Credo por Poncio Pilato”, y como toda legitimidad debe estar estrechamente unida a la coherencia, no creo que el Partido Popular esté en condiciones de apelar a la legalidad como único eje de legitimidad en un régimen democrático.

En el ámbito europeo (en esa Europa abierta en la que algunos aspiramos a que haya un solo Estado que reconozca las libertades de los pueblos que integran su espacio geográfico), España, por citar tan solo algunos ejemplos, ha sido condenada por no investigar denuncias de torturas, recibiendo asimismo, numerosos varapalos por incumplir la normativa en materia de uso de las lenguas minorizadas.

Y en el ámbito del sistema autonómico, el Gobierno español -en lo que viene siendo una práctica no sistematizada oficialmente pero sí interiorizada y aplicada de facto tras la fallida LOAPA de 1981 (fallida gracias a la gran movilización popular)-, ha venido incumpliendo las leyes orgánicas en que se basan los estatutos de autonomía, leyes que por su naturaleza contienen un imperativo legal, es decir, son de obligado cumplimiento, sometiéndolas a la prostitución que supone utilizarlas como “moneda de cambio” para recabar el apoyo de los nacionalismos vasco y catalán a sus coyunturales necesidades políticas. En este juego de tahúres, los gobiernos del PP han incluido asimismo como táctica complementaria la aprobación de leyes básicas que atentan contra las legislaciones autonómicas y la presentación de recursos contra leyes aprobadas en Gasteiz y Barcelona.

Así, el llamado Informe Zubia sobre el incumplimiento del Estatuto de Gernika sigue siendo, desgraciadamente para los vascos, un documento de plena vigencia y la negativa del ministro Zoido a transferir la gestión de las prisiones y a humanizar la política carcelaria en base a lo establecido en diferentes resoluciones europeas, constituye un ejemplo preclaro de absoluta arbitrariedad en el cumplimiento de la ley.

Todo un cúmulo de ilegalidades que ilustran hasta qué punto el nacionalismo español entiende el sistema autonómico como una “regalía” que administra privativamente otorgando “concesiones” a las minorías subordinadas. Escuché recientemente a la historiadora irlandesa Mary Nash, experta en feminismo, una frase que viene muy al caso: “Trabajar las diversidades es mucho más complejo”. Y la realidad marca que el Estado español se niega a hacerlo. Por ello, y enlazando con la parte primera de este artículo, yo me pregunto ¿Quién es el insumiso?