La discreción es una virtud que suele pasar inadvertida. Suele confundirse injustamente con indecisión, duda o flaqueza, cuando en realidad es un compendio de sensatez, templanza, respeto, inteligencia y cautela. La discreción no acapara tantas primeras páginas de los medios, como la valentía o la osadía, pero es mucho más indispensable para cualquier avance social. La sal gruesa es el grito, la aparatosidad, la evidencia, mientras la sal fina es ese condimento invisible e indispensable que marca la diferencia. Según los gastrónomos su consumo no debe exceder nunca de 5 gramos al día. En el conflicto catalán ha habido mucho espectáculo por uno y otro lado, voceros con ansias de figurar, expresiones altisonantes y resonancias malsonantes. Todos a una, empeñados en despeñar el tren por el acantilado. Recordaba una de esas obras de teatro conspirativo, que se interpretaban en los años 60 y 70 en Barcelona y Euskadi, con música de Kurt Wrill. En ese escenario catalán donde todo está predeterminado hacia el fatalismo, hay voces sensatas que se multiplican en busca de una solución honrada. Tanto Iñigo Urkullu, como Andoni Ortuzar, que ni confirman ni desmienten esa intercesión, han intensificado su agenda. El lehendakari pidió en los inicios del conflicto a la UE una mediación institucional que frenara tal locura, advirtiendo que es un error considerar el problema catalán solo como un conflicto español, sino que lo es europeo. En las últimas horas, tanto la Lehendakaritza, como Sabin Etxea han reforzado la actividad para hacer posible el diálogo. Han mantenido contactos con miembros del Gobierno Rajoy, contando con el aval de la Generalitat, y con diversos empresarios catalanes para reducir la conflictividad y conseguir unas elecciones que desactivaran finalmente el artículo 155. La intransigencia ha vuelto prácticamente inviable una solución, aunque ayer parecía que era posible. Ya casi no queda tiempo, pero si los charlatanes dejan paso a los discretos, tal vez exista todavía una posibilidad.
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