Hasta el año 1918, Rusia utilizaba el calendario juliano, que se retrasa trece días respecto al calendario gregoriano, el que usamos nosotros. La Revolución de Octubre comenzó entre el 25 y el 26 de su octubre de 1917, entre el 7 y el 8 de nuestro noviembre, con el asalto al Palacio de Invierno en Petrogrado -San Petersburgo-, la Palmira del Norte. La vieja Rusia azul, blanca y roja se destiñó en apenas diez días y aquellos hechos quedaron registrados para la historia como el Octubre Rojo.
William Turner, pintor inglés del siglo XIX, fue capaz de transmitir en El tren la admiración y el horror que a un tiempo producía entre las gentes de su época una locomotora a 50 millas por hora, que en su lienzo parecía salirse del cuadro. También era una metáfora: la caldera avivada por la mano del hombre atravesando la niebla y la lluvia, fenómenos naturales. No encuentro mejor forma de expresar plásticamente el Octubre Rojo, un tren obra del hombre avanzando enloquecido contra los desafíos y realidades del mundo. En ese tren viajó la mitad de la humanidad durante el siglo XX. En ese tren permanecen varios países incapaces de cambiar de raíles y, aún peor, suspira una parte de la izquierda, que ignora los errores y espera a que el polvo se haya posado para comentar, una vez pretérito, que “todo el mundo sabe que se cometieron errores en aquellos tiempos”. Pose típica que podemos contemplar sin necesidad de hacer un largo viaje en tren.
Kérenski fracasó en su guerra a medias, solo defensiva, contra Alemania. Los soldados querían regresar a casa. Incapaz de cumplir con el programa de entrega de tierras latifundistas a los campesinos ni de aprovisionar a la hambrienta población, acabó polarizando al país mientras las consignas de los bolcheviques Paz, Pan y Tierra se hacían hueco entre los indiferentes. “Con la desaparición de los últimos fragmentos de fe en Kérenski, llegó el pánico social y militar” (China Miéville, Octubre. Editorial Akal). En este ambiente de violencia y debilidad, Lenin llevó a cabo la campaña de insurrección.
Kérenski, en la sima del autoengaño, vaticinó que los bolcheviques “serán totalmente aplastados”. Pero el 23 de octubre los representantes de los soldados y marineros reunidos en el Circo Moderno, después de un vibrante discurso de Trostky, que según un observador presente desencadenó un estado de ánimo que rozaba el éxtasis, dramáticamente votaron situándose a izquierda y derecha de la sala mediante empujones y recolocaciones. El agitador y organizador de los soldados revolucionarios, actor de primer nivel de aquel golpe de Estado, se llamaba Antónov Ovyósenko; fue posteriormente cónsul general soviético en Barcelona durante la Guerra Civil y finalmente ejecutado en Moscú en febrero de 1938 por Stalin, que no quería vivo a un testigo incómodo de las maniobras comunistas durante la guerra contra Franco, quizá también debido a la heterodoxia del consul, de quien el entonces presidente de la República española, Juan Negrín, llegó a decir que era “más catalanista que los catalanes”. Tras aquella votación en la que la clase de tropa se ponía del lado de la insurrección, Kérenski tuvo la vaga intuición de que no todo estaba en su sitio, pero ya no era más que un vulgar carnero envuelto en zarzas y listo para la inmolación.
Horas después, cuando el 24 de octubre se convertía en 25, una andrajosa aparición se introdujo en la sala 36 del Palacio Smolni, antiguo instituto para señoritas aristócratas reconvertido en sede del Soviet de Petrogrado. Los reunidos, aturdidos, observaron que el espectro se quitaba los vendajes que le tapaban el rostro, descubriendo a un macilento Lenin que les arengaba para que tomaran el poder. Ya no había vuelta atrás. Puestos en marcha, se hicieron con el control de la estación eléctrica, dejando sin luz en aquella gélida noche a los edificios del gobierno; ocuparon la oficina central de correos y la principal estación de la capital. Y de la penumbra, navegando por el río Nevá, emergía el buque de guerra Aurora hasta llegar al corazón de la ciudad. Su tripulación era incondicionalmente radical y subversiva. El gobierno, reunido en el Palacio de Invierno iluminado por los reflectores del crucero, entró en pánico y comenzó el acabóse.
Lenin se dirigió mediante una proclama “A los ciudadanos de Rusia” declarando la inmediata paz, la abolición de la propiedad terrateniente sobre la tierra, el control obrero de la producción y la creación de un gobierno soviético. Era más una aspiración que una verdad. Y más un golpe de Estado que una revolución. Las grandes metamorfosis tienen un carácter épico. Y necesitan de alguien que las escriba. Ese alguien resultó ser John Reed, periodista norteamericano, simpatizante de los bolcheviques, con derecho a tumba en el cementerio del Kremlin, quien escribió sus Diez días que estremecieron al mundo, excelente crónica que adolece de situarse demasiado cerca de los acontecimientos y recientemente reeditada por Capitán Swing.
En cierta ocasión, Bismarck, el estadista y padre del militarismo alemán, había dicho: “El vencedor no le deja al vencido más que los ojos para que así tenga con qué llorar”. Pero lo que estamos contando ocurrió en Rusia y allí se dice que” Moscú no cree en las lágrimas”, expresión utilizada para manifestar la inutilidad de los lamentos. Stalin, el líder superviviente de la Revolución, nunca creyó en ellos y condujo su tren de acero sobre los huesos de millones de rusos. El régimen soviético se sustentó en solo tres clases de hombres: el funcionario, el obrero y el policía. Pero nadie había previsto que el propietario, un espécimen biológicamente fuerte, pudiera con el Régimen. Ese es el fundamento de la Rusia de Putin, tan lejos de la Revolución de Octubre, tan inquietante como la URSS de Stalin.