Se dice que la autodeterminación de los pueblos, consagrada por la Carta de las Naciones Unidas, sólo se aplica a los pueblos coloniales. Por ese motivo, son muchas las voces que niegan este derecho al pueblo catalán o al pueblo vasco. En general, la aplicación práctica del derecho de autodeterminación sólo se ha consentido en los lugares en que ha interesado a las grandes potencias de cada momento. Si en un principio fue el socialismo quien popularizó este derecho, en paralelo al triunfo de la Revolución Soviética, el propio Lenin se reservó apoyarlo o no en función de sus intereses en cada caso. Fue tal la popularidad de este principio, y despertó tantas expectativas en todos los pequeños pueblos de Europa y del mundo, que el presidente norteamericano Wilson se vio obligado a proponer una alternativa que denominó principio de las nacionalidades.

Lo curioso es que, pese a todas las esperanzas de tantos pueblos, estos principios sólo se aplicaron en los territorios de quienes perdieron la Primera Guerra Mundial, sobre todo en los imperios austro-húngaro y otomano. Es decir, que todas las grandes potencias se pusieron de acuerdo en aplicarlo en los imperios vencidos, pero no aceptaron aplicarlo en sus propios territorios.

Después de la Segunda Guerra Mundial sucedió lo mismo. El primer artículo de la Carta de las Naciones Unidas, firmada en 1945, consagró como uno de sus propósitos básicos fomentar entre las naciones relaciones de amistad basadas en el respeto al principio de la igualdad de derechos y al de la libre determinación de los pueblos. En el mismo sentido, el Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos, suscrito en 1966 y que entró en vigor en 1976, comenzaba su artículo 1 afirmando categóricamente que “todos los pueblos tienen el derecho de libre determinación. En virtud de este derecho establecen libremente su condición política y proveen asimismo a su desarrollo económico, social y cultural”. Y el artículo dos establece que “cada Estado Parte se compromete a adoptar, con arreglo a sus procedimientos constitucionales y a las disposiciones del presente Pacto, las medidas oportunas para dictar las disposiciones legislativas o de otro carácter que fueren necesarias para hacer efectivos los derechos reconocidos en el presente Pacto”.

Este sensacional documento, firmado por la inmensa mayoría de Estados del mundo, fue impulsado principalmente por el acuerdo entre las dos superpotencias del momento. Pese a todas sus diferencias en tantos aspectos ideológicos, económicos y estratégicos, los Estados Unidos y la Unión Soviética estuvieron de acuerdo en impulsar la libre determinación de los pueblos en los territorios de las potencias que entonces eran de segundo orden. Se puede decir que las dos superpotencias acordaron desmantelar los imperios coloniales europeos, como así sucedió en buena medida. Casi todas las colonias de África y de buena parte de Asia llevaron a cabo procesos de autodeterminación. Y el derecho internacional fue construyendo una doctrina por la cual el peligroso principio de autodeterminación sólo debía aplicarse en colonias allende los mares, tratando de limitar su impacto en los territorios continentales europeos. Eso no significa que hasta los Estados más democráticos no se opusieran con las armas, como Francia en Argelia, etc. Tampoco que la aplicación de la autodeterminación se ha producido siempre, ni siquiera allende los mares, como muestra el caso del Sáhara Occidental, que debería ser un constante motivo de vergüenza para España.

Por otro lado, los principales impulsores de este principio, las dos superpotencias, se las arreglaron para no aplicarlo en sus territorios y dominios. Por eso, repitiendo de nuevo la historia, los países bálticos y algunos pueblos que estaban reconocidos como repúblicas sólo pudieron ejercer verdaderamente su derecho democrático a la autodeterminación cuando la Unión Soviética desapareció. En este caso, los Estados occidentales hicieron una interpretación expansiva del principio para aplicarlo rápidamente y desmantelar el poder soviético. Se desarrolló la idea de que la voluntad popular no podía ser constreñida por el poder imperial de Moscú y se alentó a los movimientos civiles de los países del este europeo a que declarasen la independencia.

Una vez conseguido ese objetivo, se fue apuntalando la doctrina de que ya ningún territorio podía declarar la independencia sin contar con el visto bueno del Estado, pero cuando interesó también se aceptó una excepción a la supuesta regla en el caso de Kosovo. Rusia se basó en este precedente para anexionarse de facto Crimea. Y la Corte Internacional de Justicia señaló, aunque no entró en el fondo del asunto, que una declaración de independencia unilateral, en sí misma, no está prohibida por el Derecho Internacional.

Hace unos días, el presidente Donald Trump, durante la visita del presidente Mariano Rajoy a la Casa Blanca, afirmó que España es un gran país y debería seguir unido. Aún más, dijo nada menos que creía que el pueblo de Catalunya se quedará en España, que sería una tontería no hacerlo. Aplicando su razonamiento a su propio país, fue una tontería abandonar a un gran país como el Reino Unido que, a finales del siglo XVIII, era una de las principales potencias mundiales. Sin embargo, ningún estadounidense se plantea regresar al seno del Reino Unido.

Otro ejemplo, más reciente, de que la autodeterminación no está, en absoluto, limitada a las supuestas colonias. En 1949, los alemanes occidentales redactaron su Ley Fundamental en Bonn. Curiosamente, las mismas potencias que proclamaban el derecho de autodeterminación en las Naciones Unidas se habían repartido el territorio alemán en cuatro zonas de influencia. Los alemanes occidentales, que no quisieron llamar Constitución a aquel documento que consolidaba la división de Alemania, señalaban en su preámbulo que los redactores del texto habían actuado también en nombre de los alemanes a quienes les estaba impedido participar. Y concluían afirmando que el pueblo alemán en su conjunto quedaba comprometido a completar la unidad de Alemania mediante la libre determinación. Como es sabido, ello sólo fue posible en 1990.

En definitiva, por mucho que algunos profesores de Derecho Internacional Público españoles insistan en encerrar la autodeterminación dentro de una determinada interpretación legal ante el referéndum catalán, lo cierto es que toda la evolución y aplicación práctica de este principio demuestra que no es un asunto jurídico sino esencialmente político. Y, como tal, debe ser abordado políticamente. Los países más democráticos del mundo han sido capaces de desarrollar fórmulas para abordar la cuestión. Es el caso de Canadá con Québec, el de Reino Unido con Escocia, Holanda con sus islas del Caribe, Dinamarca con las Islas Faroe o Groenlandia, Bélgica con Flandes... Hay fórmulas diversas, pero todas comparten un principio común: se reconoce la existencia política de un pueblo distinto dentro del Estado y por eso se le reconoce su capacidad para decidir su futuro, incluyendo la posibilidad de irse si así lo desea una mayoría democrática. Es obvio que sólo se puede afirmar que un pueblo está voluntaria y democráticamente en ese Estado si, teniendo el derecho real de irse, decide quedarse. Esto es lo que, de momento, no se ve en España. Hace años, tras las insistentes demandas de Québec para ser reconocido como sujeto político y poder convocar un referéndum de autodeterminación, la Corte Suprema canadiense dictaminó que a Québec le asistía ese derecho. Lo curioso es que la Corte no fundamentó este derecho en el principio federal, sino en el principio democrático. Es decir, que la Corte entendía que Canadá, porque era un Estado democrático, no podía negar tal derecho a Québec. Y si el resultado del referéndum era claro, el gobierno canadiense estaría obligado a negociar los términos de la salida de Québec. En esa época, tras visitar Canadá para observar los detalles del proceso, el profesor Ferrán Requejo dio una conferencia en Bilbao. Cuando alguien le preguntó qué era lo que más envidiaba de Canadá, su respuesta fue rápida y clara: “¿Qué es lo que más envidio de Canadá? Canadá”. Pues eso.