En concreto, los taxistas entienden que la actuación de estas plataformas supone una competencia desleal y una violación de las normas de transporte. Por su parte, la plataforma Gigstarter busca concertar la oferta y la demanda de música en vivo. La verdad es que las empresas que operan conforme a este fenómeno se han extendido sobremanera en el sector servicios. Además de las ya citadas, pueden mencionarse, de manera ilustrativa, Sandeman (para guías turísticos), FlyCleaners (lavandería personal), Myfixpert (reparación de aparatos electrónicos), Chefly (cocinero a domicilio), Helpling (limpieza del hogar) o Sharing academy (profesorado para particulares). Está claro que la economía colaborativa tiene implicaciones comerciales, jurídicas e institucionales muy importantes.
Pero ¿qué es realmente la economía colaborativa? Para poder responder a esta cuestión y observar su verdadero alcance resulta interesante tener en cuenta los dictámenes más recientes del Comité Europeo de Regiones (CDR), donde Euskadi está representada por el Gobierno Vasco, y del Comité Económico y Social Europeo.
Ciertamente, la naturaleza dinámica de la economía colaborativa hace que no sea fácil establecer un concepto definitivo. Además, puede organizarse con arreglo a modelos que responden tanto a lógicas del mercado como a lógicas sociales. A modo de ejemplo, cabría diferenciar, por una parte, la economía colaborativa en sentido estricto o economía a la carta, de la que resulta un claro exponente la denominada “economía de los trabajos ocasionales” o gig economy, para iniciativas basadas en trabajos esporádicos. Y, por otra parte, la economía de puesta en común, de la que es un buen ejemplo la “economía de puesta en común de los bienes de utilidad pública” o commoning economy, para aquellas iniciativas de propiedad o gestión colectiva.
Conforme a este último modelo, a nivel local, algunas iniciativas pueden consistir en el uso o la gestión comunes de activos físicos, como espacios de trabajo compartidos o bienes de utilidad pública. Aquí, para referirse a dicha economía, cobra pleno sentido el adjetivo “colaborativa”. Al respecto, es curioso observar que ello entronca a la perfección con el espíritu comunitarista vasco. Basta con observar instituciones como las relativas a las tierras comunales (desde los antiguos “sel” hasta las diferentes modalidades de montes, bosques y pastos comunes) o las diversas manifestaciones del auzolan.
En cualquier caso, la Comisión Europea sí ha hecho un esfuerzo por definir la economía colaborativa en los siguientes términos: “la economía colaborativa, un complejo ecosistema de servicios a la carta y utilización temporal de activos basado en el intercambio a través de plataformas en línea, se está desarrollando a un ritmo elevado. La economía colaborativa da lugar a una mayor variedad donde elegir y a precios más bajos para los consumidores y brinda oportunidades de crecimiento a las empresas emergentes, innovadores y las empresas europeas existentes, tanto en sus países de origen como más allá de las fronteras. Aumenta, además, el empleo y beneficia a los empleados, al permitir horarios más flexibles, que van desde microempleos no profesionales hasta el emprendimiento a tiempo parcial. Los recursos pueden utilizarse de manera más eficiente, con lo que aumentan la productividad y la sostenibilidad”.
Ahora bien, el CDR ha criticado que dicha definición se centra en los aspectos puramente comerciales y de los consumidores y deja de lado los planteamientos basados en una lógica social. Tal vez porque determinados modelos, en puridad, no sean tal colaborativos.
Precisamente, a la luz de dicha crítica, uno de los retos a abordar pasa por acercar el modelo comercial al modelo social, de forma que las lógicas del mercado y las lógicas sociales puedan conectarse conforme a un sano equilibrio. Y, curiosamente, también aquí conviene observar las ricas manifestaciones que ofrece la tradición vasca, en las que se resalta la importancia del mutualismo y del espíritu de colaboración. Manifestaciones que van desde las modalidades organizativas más sencillas o precursoras, como ejemplo de solidaridad social, entre las que cabe destacar las denominadas “lorra”, que tan magistralmente describió Don Miguel de Unamuno, al referirse a sus diversas variantes de “simaur-lorra”, “bildots-lorra” y “zur-lorra”, y que consistían, respectivamente, en aportar por los propios vecinos abono, ovejas y madera a los vecinos que lo necesitaran como consecuencia de haber sufrido un infortunio, hasta aquellas modalidades más perfeccionadas, como pueden ser las hermandades del entorno rural, como fueron los “suaro”, para hacer frente a los siniestros ocasionados por los incendios, y las hermandades para hacer frente a los riesgos que podían padecer los animales, así como las cofradías de nuestros arrantzales, pero también la multitud de gremios que en cada pueblo o ciudad acogían a los profesionales de cada sector. Y todo ello sin olvidar, claro está, el movimiento cooperativo vasco, que surge en tiempos modernos, pero con el sustrato evidente de todo lo antedicho.
El CDR considera que la economía colaborativa podría dar lugar a una nueva identidad económica, a saber, la de la persona que no desea actuar sola y que, en vez de guiarse por el ansia de maximizar sus propios intereses materiales, acompaña su comportamiento económico de un compromiso con la comunidad y entabla una relación con sus conciudadanos para velar por el interés común.
De este modo, dentro de la vertiente de mercado, las empresas también deberían velar por el equilibrio entre lo económico y lo social. No en vano, el CDR entiende que la economía colaborativa puede mejorar la calidad de la vida, impulsar el crecimiento (en particular de las economías locales) y reducir el impacto en el medio ambiente. Y considera que puede generar nuevo empleo de calidad, reducir el coste e incrementar la disponibilidad y eficacia de algunos bienes y servicios o infraestructuras.
Pero asimismo advierte de los problemas y amenazas que puede conllevar una economía colaborativa mal gestionada que, en realidad, poco o nada tendría de colaborativa. Además de posibles casos de evasión fiscal y competencia desleal, resultan especialmente preocupantes las condiciones laborales de los trabajadores. Hasta el punto de que se afirma que la economía colaborativa podría crear una nueva clase social que necesita garantías sociales y económicas. Y ello porque, en un contexto de intercambio económico cada vez más flexible, la economía colaborativa puede tener un efecto negativo en las relaciones laborales. Por tanto, resulta de máxima importancia estudiar en detalle las condiciones laborales de los trabajadores de la economía colaborativa, con el fin de determinar si es necesaria una actuación reguladora en este ámbito. Y es que, muchas formas de trabajo parecen situarse en medio camino entre trabajo por cuenta ajena y trabajo por cuenta propia, una situación que plantea cuestiones importantes sobre las condiciones de trabajo, la salud y la seguridad, la cobertura sanitaria, la baja retribuida de enfermedad, las prestaciones de desempleo y las pensiones de jubilación. Efectivamente, ello podría dar lugar a una nueva categoría de trabajadores con empleos precarios y a situaciones de dumping social.
Ante todo ello, de acuerdo con el CDR, uno de los principales retos consiste en crear un estatuto europeo específico para las plataformas colaborativas. No obstante, se propone que vaya precedido de un proceso de etiquetado iniciado por las propias plataformas o, en su defecto, por las autoridades públicas. Dicho proceso debería permitir que las plataformas aclaren sus responsabilidades y, en particular, establezcan requisitos mínimos sobre las normas y principios aplicables a los trabajadores de la economía colaborativa.
Mientras tanto, y, en todo caso, debe resaltarse la importancia de un enfoque multinivel basado en una estrecha y constante interacción y cooperación entre los diferentes niveles institucionales. En verdad, debe destacarse la dimensión local y regional que con frecuencia tiene la economía colaborativa, pues muchas de sus iniciativas tienen en dicha dimensión un impacto considerable. Por ello, también en Euskadi tenemos por delante una importante tarea: llevar a cabo estudios, seguimientos y programas de formación en el ámbito de la economía colaborativa para, posteriormente, poner en común nuestras experiencias e intercambiar buenas prácticas en otros niveles institucionales.