Cada día se extiende más entre los políticos españoles -en menor medida entre las políticas- el recurso al chiste fácil, la burla, la mofa y hasta el insulto. Tanto que a veces el objeto de los ataques es una peculiaridad física del contrincante. Ello pone de relieve un insuficiente nivel intelectual que a falta de buenos argumentos y de pedagogía para exponerlos, deriva en hacerse el gracioso para gozo de los partidarios. La política, invadida por personas pobres en ideas propias y en conocimientos se ve así sumergida en una dialéctica que no es frecuente ni en los bares. El parlamento español es un escenario en el que se producen con frecuencia dialécticas verbales realmente vergonzosas, intervenciones desgraciadas que no dejan de ser ovacionadas por los partidarios.
Personalmente vivo algunos debates, comparecencias y declaraciones como un insulto a la inteligencia. Quien no sepa dirigirse a los adversarios políticos, a la opinión pública e incluso a los suyos sin recurrir a lo fácil de la descalificación personal sería mejor que se fuera a su casa. Ocurre que entre los políticos hay bastantes que creen estar en un estatus superior a la ciudadanía y llegan a pensar que el cuerpo electoral es una suma de gregarios, de gente que puede ser manipulada con un discurso para bobos. Se comportan como un jefe de oficina al que le pone que le rían las gracias.
Sinceramente, buena parte de la desafección ciudadana tiene que ver con la conversión de la política en un escenario de bajeza intelectual que retrata a los protagonistas. A mí no me parece únicamente importante qué defiende cada político sino que también me preocupa cómo lo defiende. Hay dos políticos con los que tengo notables diferencias pero a los que admiro por su elegancia en el discurso que va acompañada de una gran capacidad de exponer argumentos. Juan José Ibarretxe y Julio Anguita, posiblemente en las antípodas ideológicas el uno del otro, están unidos por el respeto activo a la razón y su rechazo al insulto como arma política. Ambos son de los que creen que insultar no da la razón sino que es justo al revés. Ocurre que los dos pertenecen a una especie política en extinción.
Lo que está ocurriendo es una transformación de la política, en versión empobrecida, de la mano de actores que demasiadas veces se empeñan en distorsionar la realidad con el fin de mostrar a los rivales más feos, más malos o más débiles, mostrando que sus actos aparezcan como odiosos. Un ejemplo es el patético recurso a nombrar Venezuela. En la reciente moción de censura a la presidenta de la Comunidad de Madrid, el representante del Partido Popular dijo más o menos: “Ahora hablemos de Venezuela”, como parte de su respuesta a los promotores de la moción. ¡El debate sobre una moción de censura se contamina con el tema Venezuela! Ciertamente lo que estamos viendo y viviendo en la política es una continuada propaganda, nada que ver con el mejor razonamiento político posible. Ojo! En este deslizamiento hacia la frivolidad participan no pocos tertulianos y tertulianas que por debajo de su ropa visible llevan camisetas con los colores del partido al que sirven
con frecuencia no pocos políticos trasladan a la población el mensaje de que tal persona de otro partido no tiene razón, no puede tenerla. Se hable de lo que se hable, no puede tenerla. Del mismo modo una misma propuesta es estimada positiva o negativa según quién la plantee. Si uno lee o escucha las valoraciones de un político de la oposición, da igual que sea parlamentario, concejal que diputado autonómico o estatal, no encontrará nada positivo en los partidos rivales objeto de su crítica. Todo lo han hecho mal, no puede ser de otra manera. Al mismo tiempo se embellece lo propio. Así es la política hoy, una competición de gritos, insultos, chistes fáciles y demagogia. La sociedad no es la razón de ser principal de muchos políticos y algunos partidos sino un caladero de votos a conquistar aunque para ello haya que llevar la política al fango y al terreno de promesas que no hay intención de cumplir.
Cuando publiqué un artículo con la tesis de que la izquierda había llegado tarde a los Derechos Humanos, alguien me reprochó el estar dando argumentos a la derecha. Es así como la severidad con los adversarios contrasta con la complaciente benevolencia hacia los nuestros. Los nuestros, aunque actúen de forma intelectualmente ligera, poco rigurosa, encontrarán nuestra comprensión y apoyo. A los contrarios ni agua. Yo también fui así, hace años, pero he aprendido a cambiar de perspectiva.
Vuelvo al comienzo de este artículo. Los chistes, las burlas e insultos, cuando son de los nuestros nos parecen graciosos, pero nos duelen cuando somos los destinatarios de los mismos. Es inaceptable la continuidad de esta dialéctica que degrada la política. Algo a lo que no es ajeno el nuevo perfil del político del siglo XXI, al menos en el ámbito estatal. La mayoría tienen títulos superiores, por lo que su nivel educativo formal es muy alto, licenciados, doctores, diplomados? Sin embargo, sus conocimientos para ocupar cargos políticos son muy pobres. Dicho de otro modo sus credenciales universitarias no garantizan en absoluto el dominio de la política y de un lenguaje adecuado. Con frecuencia sustituyen una visión abierta del mundo por el adoctrinamiento partidario, y la competencia legítima en política por un sectarismo acentuado. Además, los títulos universitarios no dan al político lo que sólo puede dar la capacidad de diálogo y de escuchar los argumentos del rival, y la destreza para llegar a acuerdos.
Entender la política como un oficio por parte de políticos con poca preparación es un hecho desgraciado pues significa que sus actuaciones van a estar trufadas de la peor manera. Hay que discutir las ideas de los adversarios con rigor y vehemencia, y defender las ideas propias con la fuerza de la pasión y de las convicciones, pero siempre fomentando el respeto activo a las personas intervinientes en el debate. Hacer burla de que el rival viste de determinada manera, que lleva el pelo con flequillo o con coleta, o que tiene problemas de vocalización o peculiaridades físicas, es un menosprecio que no añade nada sustantivo a la política, más bien la conduce a una desgraciada forma de entenderla y practicarla.
Alguien ha vaticinado que en un futuro la política estará llena de “analfabetos”. Puede ser una exageración, pero no lo es si en este caso entendemos por analfabetismo una escasa formación en las disciplinas que constituyen la política. Ya no se trata de formar el gobierno de los mejores, sino el de los más fieles. Menos mal que hay también políticas y políticos respetuosos. Gracias a ellos el ámbito de la política es todavía un espacio honorable.