La perplejidad ante la brutalidad del testimonio incita a llorar, a abominar de la misma condición humana cuando sus inclinaciones son tan miserables e inhumanas. Allí pensé que la inhumanidad con que en determinadas ocasiones se comporta la humanidad, o parte importante de ella, encierra una contradicción de difícil solución. ¿Cómo puede el hombre, cualquier hombre, ser inhumano? En Auschwitz, mientras paseaba entre los barracones, de paredes tétricas, y escuchaba las explicaciones de una guía que pronunciaba todas las palabras con la misma intensidad, yo reflexionaba en torno a los comportamientos humanos, a los perversísimos impulsos que pudieron mover a los nazis a construir aquellos espacios de reclusión y de exterminio a los que eran conducidos los judíos, los gitanos, los débiles, los diferentes, para que sus vidas fueran acabando de manera violenta, de modo que la historia solo diera a entender que el miedo es un arma, un instrumento muy útil para facilitar y favorecer la sumisión de los humildes y los normales ante los bárbaros y anormales. En Auschwitz brotaron en mí estos sentimientos que, envueltos en alguna lágrima y acompañados por algún suspiro, han convertido mi paseo por los viejos caminos en una peregrinación hacia la vida.

Sí. Había estado antes allí, en otro Campo de Exterminio, pero lo hice a través de una película. Aquel “niño con un pijama de rayas” me emocionó. Bruno era un niño que vivía en Oswiecim (que es el nombre de Auschwitz en polaco e incluye también al pueblo donde viven las gentes que sobrevivieron al bombardeo y exterminio de la ciudad). Bruno conoció a un niño, uniformado con su pijama de rayas, y se miraron con ternura como solo saben mirar los niños. Separados por las alambradas jugaba con Shmuel, el niño que vivía en el campo, dialogaba con él, y se contaban historietas propias de niños.

El padre de Bruno era un comandante del Campo de Exterminio. Bruno se disfraza con las ropas (un pijama de rayas) que Shmuel le ha proporcionado ante la brutal situación por la que Shmuel no encuentra a su padre en el campo. Bruno y Shmuel buscan entre los prisioneros y no encuentran al padre de Shmuel, pero además ambos dos son incluidos en una columna de hombres, mujeres y niños que son destruidos en uno de los hornos crematorios. El padre de Bruno, el comandante, se desespera por la muerte de su hijo pero no sabe que su hijo Bruno murió abrazado con su amigo Shmuel, un niño judío que no solo era inocente como él, sino que era un niño judío. Así lo pensé mientras caminaba inmerso en mis pensares y sentires por aquellos caminos de tierra humedecidos por la lluvia, sumergido en mis reflexiones.

Allí, antes de que nos sea mostrado el primer barracón, escribo los primeros versos del poema que me va a acompañar durante todo el trayecto: ¡Auschwiyz! / Atruena mis oídos / tu silencio! Así es, se trata de un silencio poderoso que deja escapar gemidos, sollozos, llantos, que sólo yo escucho. El silencio me aturde, me aísla, me traslada en el tiempo hasta aquel en que un millón y medio de judíos, de gitanos, de homosexuales y de polacos fueron explotados, reducidos a la nada en aquellos hornos crematorios que hoy son mostrados, en ruinas, tapizados por una pátina de hollín y polvo negro, solo desdibujado por las rayas que marcaron las uñas de quienes eran quemados y querían salir de allí.

Llegaba el tren y en un vagón de madera unos médicos preparados a tal efecto desarrollaban pruebas de resistencia de los presos para que la terapia que les condujera a la muerte fuera la apropiada para sus condiciones vitales en aquellos momentos. Era el punto de la separación, el lugar donde en realidad el amor era asaltado y se destruían los vínculos: los hombres abandonaban a las mujeres que amaban y a los hijos por los que se habían desvivido. Allí se programaba la muerte.

Zapatos: Es estremecedor ver aquellos zapatos amontonados, como si los pasos que hubieran dado hubieran surgido, atolondrados, en pos de la libertad que anhelaban y que, llegados a aquel sitio no pudieran encontrarla. Lentes: Aquel motrollón de lentes deformadas, en el que las patillas y los cristales formaban un amasijo indescifrable, muestran en Auschwitz de qué modo la visión de la vida se convierte en desesperación cuando la muerte, nunca deseada, nos visita. Vasijas: Hacía calor en aquel lugar de abrasamiento. Allí están las vasijas en que almacenaron la sed y el agua que bebieron de camino hacia la muerte. Maletas: Y en otro lugar reposan aquellas maletas de cuero que aún conservan los nombres de quienes las portaban. Sentí que todas ellas llevaban inscrita mi identidad. Quizás no fuera yo culpable de nada, pero la historia reclamaba mi presencia para que nunca volviera a acontecer nada de aquello sin mi oposición y desprecio, pues solo un enloquecido malvado podía compartir tal barbaridad.

Nada más. Aún me siento emocionado. Aún recuerdo el canto de los pájaros que han regresado. Aún veo el sol tras el ramaje de los abedules. Cuando el Führer mataba y exterminaba a sus prisioneros en Auschwitz, el olor a carne humana quemada ahuyentaba a los pájaros, por eso entonces los abedules guardaban silencio. Los abedules vivían, melancólicos, sometidos igualmente a aquella tristeza. Hoy, a pesar de todo, los abedules aún dejan que soñemos espoleados por el furor del fuego, por la prisa del lamento, por la serenidad que nos depara la paz.

¡Nunca más! ¡Trabajemos por la Paz!