Jean-Jacques Rousseau (1712-1778), como la mayoría de los pensadores de su época, era misógino declaradado, como desgraciadamente sigue siendo actualmente una parte de la población. El análisis de los textos del escritor, pedagogo, filósofo, músico, botánico y naturalista ginebrino descubre el perfil de un personaje contradictorio. Influyó decisivamente en la Revolución Francesa, pero no supo evolucionar en su concepción humana y social de la mujer. No se trata de un juicio anacrónico, que olvide la evolución de la mentalidad en estos tres últimos siglos, porque ya entonces la escritora inglesa Mary Wollstonecraft, coetánea de Rousseau, denunció el desprecio de sus colegas hacia la mujer en su obra Vindicación de los derechos de la mujer (1791). En su Carta a D’Alembert, el filósofo suizo dijo: “En general, las mujeres no sienten amor por ningún arte, no tienen un conocimiento apropiado de ninguno y carecen de genio”. Pero, sobre todo, los cinco libros de Emilio o De la Educación están plagados de textos que lastimaron entonces y hieren ahora la sensibilidad de la mujer. “Un hombre y una mujer perfectos -dice la obra- no deben parecerse en su mente más que en el semblante... Al uno le corresponde ser activo y fuerte, a la otra ser pasiva y débil. Una vez aceptado este principio, se desprende en segundo lugar que la mujer está hecha para satisfacer al hombre...”. En otro apartado señala: “A casi todas las niñas les desagrada aprender a leer y escribir, pero siempre están dispuestas a aprender a usar la aguja”. El machismo impregna todavía hoy las costuras de nuestra sociedad. Esta misma semana, el europarlamentario polaco Korwin-Mikke ha pregonado en la Eurocámara que “por supuesto las mujeres deben ganar menos que los hombres, porque son más débiles, más pequeñas y menos inteligentes”. Y la RAE, a pesar de la campaña de recogida de firmas en Change.org, se resiste a suprimir del diccionario los términos sexo débil y sexo fuerte. Temen que Rousseau se levante de su tumba.