Scott Fahlman, ingeniero informático de la Universidad Carnegie Mellon (EEUU), se cansó de ver bostezar a sus alumnos en el aula y se le ocurrió crear un lenguaje más divertido y directo para explicar los secretos de las telecomunicaciones a base de puntos, rayas y paréntesis, que llamó emoticonos. El éxito fue total, multiplicándose en dos o tres años por mil. Luego aparecieron los emojis, evolución natural del huevo frito, y sucesivamente un enjambre de símbolos que se encaramaron a los semáforos, puertas de los lavabos, camisetas, sudaderas, asientos de los autobuses, aviones y ferrocarriles. Hoy en día los símbolos se han impregnado de filosofía comprometida con la igualdad de género, la diversidad, la tolerancia, el sentido común y del humor. Han sido un chorro de aire fresco que se ha colado sobre todo en las redes sociales, traduciendo una nueva forma de ver, expresar y entender la realidad social por parte de nuestros jóvenes. Viena fue la primera ciudad que hace un par de años instaló semáforos donde se desterraba el machismo, se subrayaba la igualdad de sexos, y se introducían las parejas homosexuales, rompiendo ideas preconcebidas, sumando nuevas visiones y desterrando tradiciones excluyentes. Esas diminutas imágenes son mucho más que simpáticas anécdotas gráficas, son el símbolo de otros modos de ver la relación entre las personas, mucho más abierto. El mundo de los emoticonos, de los emojis, del mundo gráfico en general ha conquistado los medios de comunicación, pero todavía está lejos de asaltar el mundo de la política. Es hora de generar nuevos símbolos que señalen a los políticos corruptos, a los que se deslizan por las puertas giratorias, a los que incumplen sistemáticamente sus promesas electorales, a los que engordan viviendo de la cosa pública, a los que olvidan sus ideales, a los que persiguen sillas y bancos azules, y a los que esconden el 3% en paraísos fiscales. A todos ellos debería obligárseles a vestir indumentarias con el emoji correspondiente para aviso de la ciudadanía.