entre otros, se encontraba presente Gerardo Bujanda, quien a sus 97 años se resarció seguramente con las citadas alubias de las penalidades pasadas en Santoña como gudari encarcelado. Hombre de resistencia, burukide, diputado en 1977 y referencia abertzale, nos contó una serie de vivencias de casi 80 años de lucha consecuente.

Yo le recordé su trabajo de corresponsal de la clandestina Radio Euzkadi, a la que llamábamos clandestinamente La Txalupa. Nos enviaba cada quince días una crónica de ambiente de lo que hacían bajo la dictadura firmando como Jon de Igeldo. La Fundación publicó aquellas cartas. Nació en El Antiguo donostiarra. A su lado estaba Joseba Leizaola, hermano de Xabier. Me acordé de Xabier. Tellagorri, el gran escritor de Algorta, que constató en plena guerra mundial la habilidad de los guipuzcoanos para la diplomacia. A tal efecto, escribió un artículo que, titulado La importancia de llamarse Vishente, decía entre otras cosas:

“- ¿Cree usted que hay alguna diferencia entre gipuzkoanos y bizkainos a favor de aquellos?

- Sí y fundamental. Consiste en que mientras nosotros, los bizkainos, a un Vicente lo llamamos Visente, ellos, los gipuzkoanos, lo llaman Vishente.

- ¿Y eso es todo?

- Oh, ¡importantísimo! Si usted a un José, le llama José, no ha hecho usted nada en absoluto, pero si le llama Joshe, verá cómo el interesado le sonríe, agradecido a la cariñosa gentileza. De todos modos, cuando seamos libres, nuestro cuerpo diplomático deberá estar integrado exclusivamente por gipuzkoanos. Será mejor para todos. Enviaremos a un donostiarra de embajador a Roma, entrará en el Palacio de Venecia (era 1943), con cara de coitado, pero en cuanto esté frente al hombre del mentón le dirá sonriente: ¡Kaisho! Y el presidente empezará a sonreír, a babear de gusto y el jefe, en el bolsillo de nuestro embajador. Y si enviamos a uno de Oiartzun al Vaticano y de buenas a primeras suelta lo de “Zer Barri, Padre-Shanto?”, el Papa nos dejará nombrar obispos, con lo que habremos terminado para siempre con el problema de Navarra, y que no es problema de requetés, sino de párrocos...”

Yo, cada vez que lo leía, me acordaba de Xabier Leizaola porque nadie mejor que él hubiera servido como embajador en el Vaticano, aunque a él lo que de verdad le gustaba era Euzkadi, sus gentes, un concurso de bertsolaris, dos viejos discutiendo sobre pelota, el olor del talo recién hecho, un amanecer con niebla, el silencio del campo, el sirimiri... A Xabier le tocó ser el hermano mayor de una familia profundamente comprometida con la causa vasca; sobrino de quien fuera el segundo lehendakari e hijo de Don Ricardo Leizaola, editor vasco y hombre de mil aventuras culturales en época de la República. Tras un primer refugio en Ustaritz, llegó con su larga familia a Venezuela, donde desde regentar el hotel Zuriñe, ser director de la revista Élite y dirigir un negocio de azulejos, hizo de todo en el mundo vasco y en el mundo venezolano. Asentado en Donostia, fue presidente del Consejo de Administración de Deia. A su fallecimiento, el diario instauró un premio del que ya no oigo hablar.

Le encantaba venir a Deia porque, como solía decir, lo que a él le gustaba era el olor a tinta fresca de prensa. Sabía dónde está la noticia y sabía envolver sus escritos con la delicadeza del hombre sensible que trata con dulzura cualquier asunto. Xabier, en EGI de Caracas, era el diplomático y el bombero que arreglaba los entuertos. También el nacionalista hormiga que, truene, diluvie o escampe, siempre está ahí con su sonrisa de buena persona, su palabra amable y sus hechos irrebatibles.

El donostiarra Alberto Elosegui Amundarain, hermano de Kintxo Elosegui, vive actualmente en Donostia. Encarcelado por la dictadura y perseguido por su policía, acabó en Venezuela trabajando en la revista Momento junto a Gabriel García Márquez y Plinio Apuleyo Mendoza. Especialmente dotado para la propaganda, escribió un trabajo sobre lo que tenía que ser la prensa clandestina: “Una Voz con mil Ecos”. Usaba el aforismo vietnamita de que “antes de tener la fuerza has de tener la leyenda de la fuerza”. Creador de la revista clandestina Gudari, promotor de la película Los Hijos de Gernika y de la traducción del libro de Steer, fue el hombre de los programas de Radio Euzkadi y de toda acción clandestina de resistencia.

José Joaquin Azurza (Jota Jota) nació asimismo en el Antiguo. No tenía una cabeza si no una computadora. Lo sabía todo. Hasta ruso. Ingeniero de Telecomunicaciones, interrumpió en un Aberri Eguna la emisión de un programa para poner el himno vasco y, en unas regatas, dar noticias de la resistencia. Refugiado en Venezuela, fue el cerebro técnico de La Txalupa tras adquirir dos transmisores que usaba la compañía petrolera Shell (donde trabajaba) para relacionarse con sus refinerías en el Caribe y convertirlos, llamándolos Pedro y Pablo, en aquella emisora clandestina.

Jokin Inza, era de Bergara, “la capital del mundo”, como decía. Le llamábamos El Gordo. Un hombrachón que dedicó toda su vida a Euzkadi. Estrenó la cárcel de Martutene y acabó en Venezuela haciendo posible, económicamente hablando, aquella Radio Euzkadi a base de quinielas en los bares del barrio de La Candelaria y a sablazo limpio. Era de ver como aquel gigantón, sin apenas estudios, era capaz de dirigir un grupo como el de EGI, lleno de ingenieros, abogados, arquitectos y periodistas. Decir “precio Inza” era una orden para conseguir algo gratis. Todo un personaje que hemos conocido en las asambleas del partido y al que la palabra “abstension”, dicha sonoramente, no le asustaba nada. A su esposa, Feli, el batzoki de Gros le acaba de homenajear. Con 93 años tiene un recuerdo diario para El Gordo.

Julene Urzelai era de Azkoitia. En tiempos de la República formó parte del elenco de mitineros/as del PNV junto a las oradoras Polixene Trabudua, Haydee Aguirre, María Teresa Zabala, Gloria Zubia e Itziar Mujika. Mujer elegante, los miércoles era locutora de aquella emisora. Grababa intervenciones en euskera y castellano para toda la semana y con sus bellos ojos azules que se fijaban en todo nos contaba lo vivido, los bombardeos y su viaje al exilio, a aquella tierra de gracia que fue para ellos, en 1939, Venezuela.

Martin de Ugalde nació en Andoain. Llegado a Caracas, fue el primer presidente de Euzko Gaztedi del Centro Vasco. Escritor y activista del euskera, nos llamó en el Aberri Eguna de 1974 a La Txalupa dando la noticia de que el lehendakari Leizaola había pasado clandestinamente a Hegoalde para decir a la juventud ante el Árbol de Gernika, donde había jurado su cargo, que la hora llegaba y se aprestaran a la lucha democrática. Martin era su vicepresidente. Fue director de la revista Alderdi, escribió un libro que hizo furor, Hablando con los Vascos, además de su Historia de Euzkadi y asimismo trabajó en Deia.

Joseba Rezola era de Ordizia. Y de Ordizia era el grupo que se llevó a Bilbao a trabajar en la Secretaría de Defensa, uno de ellos Periko Beitia. Encarcelado en Santoña, perseguido, escapado, al fallecer Landaburu fue designado vicepresidente del Gobierno Vasco. Era la gran referencia. Mandaba noticias a todas horas. Firmaba como Imaz. Creía en la necesidad de la comunicación constante. Nos mimó informativamente. Decía que La Txalupa era “la cuarta rueda de la Resistencia”. Vivía modestamente con su admirable esposa Aurora en la Rue Sopite de Donibane Lohitzune, donde cada refugiado tenía un plato de sopa. Solo le vi en una ocasión, aunque me cartee con él centenares de veces. Me impresionaron sus taladrantes ojos azules. “¿Es usted Ignacio Romero?”, me preguntó cuando le visité. “Con ese nombre me lo imaginaba con bigote y una guitarra”. Fue un líder clave, entregado, al que Steer ensalzó muy expresivamente en su libro.

Todas estas personas que he nombrado son guipuzcoanos. La mayoría ha fallecido. Pocos saben ya de ellos. Su calidad humana era desbordante. Y el dato enmienda la especie de que todo lo hace Bizkaia y los vizcainos. Que también, pero... Decía Oteiza que la aventura podía ser loca, pero los aventureros habían de ser cuerdos. Y cuerdos fueron estos motorcitos de una historia que explica la actual.

El tío de Javier Alday fue Juan Antonio Kareaga, diputado durante la República. Uzturre contaba que este solía decir que los jelkides, cuando fallecen, no van ni al cielo, ni al infierno, ni al purgatorio sino al limbo y allí se pasan la eternidad cantado el Agur Jaunak. Un humor un poco exagerado, pero venía a decir que esa mezcla de bondad, entrega, cierta ingenuidad para empresas quijotescas y buenas intenciones nunca era correspondida en vida. Y así es. Pronto tendremos incluso un embajador en el Vaticano. Y será guipuzcoano.