El Gin y el yang
La primera vez que probé la ginebra era un inconsciente de 17 o 18 años. Eran fiestas de Zaldibia y se nos ocurrió pedirla en una txosna. El chaval que estaba al otro lado de la barra agarró una botella y nos sirvió en dos vasos de plástico, a pelo y sin hielo. Ginebra sola. Aún recuerdo aquel sabor a matarratas que nos hizo soltar escupitajos y decir algún taco que otro. Nos tomamos dos. Lo recordé hace unos días, mientras me tomaba un pelotazo en un gin-club con sofás de cuero blanco y gente chic. Le tenía ganas al lugar, porque pasaba todos los días por delante y veía a la gente dale que te pego, con el culo clavado en ese mullido asiento y los copazos de colorines en una terracita junto a la playa. Cuando vino la camarera me asusté un poco, la verdad. Por cierto, no se les ocurra pedir un gin-kas fuera de Euskadi, que me ha tocado probrarlos con fanta (gin-fanta) y, lo que es peor, con Trina (gin-trina). Así que, un gin-tonic, le dije. La tipa me preguntó de qué marca lo quería. Le iba a pedir la de siempre, pero hace una semana me enteré de que un pequeño bar de pueblo, en Gipuzkoa, tiene quince marcas diferentes, así que me acojoné y pedí otra que conozco y creo que es más guay. El mejunje llevaba hielos para regalar en copa de categoría, cáscara de limón, otra de lima, y una baya de enebro. Por cierto, ¿alguien sabe qué es el yang?