Se equivoca el filósofo y teólogo suizo Hans Küng al pensar que la infalibilidad es una prerrogativa solo y exclusiva del papa. No es así, le invito a darse una vuelta por el Estado español y comprobará que son muy pocas personas las que no se creen a todas horas en posesión de la verdad. Es decir, que gozan del don de la infalibilidad, y de la impertinencia de pasársela por las narices a todo el mundo mundial. Saben de todo, y además mucho. “Naturalmente eso incluye la política, economía, derecho, periodismo cómo no y deportes”, dice mi interlocutor. “¿Idiomas, cultura, matemáticas, física?”, le pregunto inocentemente. “No, eso no, porque no es necesario, ni entra estrictamente en el abanico de la infalibilidad”, me responde concluyente. La infalibilidad en realidad es un atributo papal establecido como dogma de fe en la Iglesia católica a través del Concilio Vaticano I, en 1870. Según el cual, el papa “está preservado de cometer un error cuando habla de fe y moral bajo el rango de solemne definición pontificia o declaración ex cathedra”. Sobre toda verdad de fe, no se permite ninguna discusión en la Iglesia católica y se debe acatar y obedecer incondicionalmente. No me gusta este dogma, seguramente es el que menos me atrae de la doctrina católica. Por el contrario, pienso que la capacidad de dudar es mucho más enriquecedora y sabia. Pues resulta que el pasado 9 de marzo, Hans Küng escribió un carta abierta al papa Francisco, pidiéndole que hiciera posible un debate abierto, imparcial y libre de prejuicios sobre la cuestión de la infalibilidad. El papa, que podía haberse llamado andana, le respondió aceptando el debate teológico sin fijar limitación alguna. Es un momento histórico, memorable, para que los infalibles de pega hagan examen de conciencia, con dolor de corazón y propósito de enmienda, para erradicar tanto postulado cansino y petulante que apesta. Seguramente, todos hubiéramos ganado de haberse adoptado esta norma durante los cuatro meses pasados y los dos o más que se avecinan.