Comparado con el esencialismo identitario del bipartidismo dinástico, Podemos representa un avance democrático y un signo de pluralidad, pero tiene pendiente por despejar aún muchas incógnitas.

La victoria de Podemos en las pasadas elecciones generales en Euskadi y su buena proyección de cara a las autonómicas está generando un palpable nerviosismo entre las fuerzas políticas vascas, inquietas por su falta de conexión para con una parte del electorado que se ha dejado seducir por una fuerza política desligada del modelo de partidos asentado desde la Transición.

Aunque todavía sea muy pronto para poder valorar el recorrido que pueda tener el distanciamiento de alrededor de 1/3 del electorado español para con el bipartidismo dinástico de PP/PSOE, la irrupción de decenas de diputados desencorbatados en el hemiciclo madrileño ha trasmitido la sensación de que cierto dinamismo en mangas de camisa se abatía sobre la esclerótica política española. Mientras que el papel de Ciudadanos parece el de servir de bisagra y dar cauce a la protesta dentro de un orden lampedusiano -que con el cambio todo siga siendo lo mismo- el efecto de Podemos sobre la política vasca es todavía una incógnita.

Sumarse a la campaña de demonización emprendida desde la caverna mediática y secundada por el socialismo made in Prisa sería, a mi juicio, un error para las aspiraciones del soberanísmo vasco. No está mal, para empezar, que una fuerza política española reconozca la plurinacionalidad estatal y esté dispuesta a respetar el derecho a decidir de vascos y catalanes o a celebrar el Aberri Eguna. Comparado con el esencialismo identitario del bipartidismo dinástico representa un avance democrático y un signo de pluralidad. Su ideario de transformar España en una república socialista puede parecer ciencia ficción, pero también la pretensión que manejan algunos nacionalistas vascos de poder vivir cómodamente en España puede interpretarse como un objetivo fantástico, salvo que su referencia sea la de veranear en Canarias o en la Costa del Sol. Desde que el Imperio Romano hizo de la piel de toro un lugar de retiro para sus legionarios, Hesperia ha sido un destino inmobiliario con encanto al que se han apuntado con posterioridad desde jubilados británicos a camorristas napolitanos; pero el copyright de la idea que asocia comodidad política con España es patrimonio de las fortunas residentes en Puerta de Hierro o Pozuelo. Tradicionalmente la administración de Hispania ha correspondido a más o menos 40 familias, número que manejaba el historiador Sánchez Albornoz para el período visigótico y que curiosamente apenas ha alterado el Ibex-35. Sentirse propietarios de España ha sido el credo del PP, como cobrar rentas por proteger ese negocio se convirtió en la principal tarea para la casta asociada al PSOE. Ambos grupos han dado continuidad durante décadas al bipartidismo de Cánovas y Sagasta, autentica encomienda de la Santa Transición, a modo de zarzuela que ahora parece necesitar otros personajes.

Aunque tal vez el españolismo no supere el 25% del voto en las próximas elecciones autonómicas, su posición dominante está asegurada. No les preocupa perder las elecciones vascas por goleada, salvo por intereses corporativos, y no les forzará a negociar o reconocer otro estatus más favorable a la “nación foral”.

El éxito de Podemos y sus expectativas en Euskadi expresa, a mi juicio, un malestar para con una relación abertzale sostenida en un perpetuo “ni contigo ni sin ti” incapaz de consensuar una hoja de ruta y para con un soberanismo que se proyecta como un localismo territorial. En un proceso de globalización en luna llena, reducir la perspectiva del autogobierno a una gestión contable expresa un astigmatismo político que también se refleja culturalmente en el anclaje de ETB a una periferia hispanomediática que es la caricatura regional del universo de Ocho apellidos vascos. Resulta significativo que al mismo tiempo que el PNV acumula el mayor poder institucional de su historia -el Gobierno Vasco, las tres diputaciones y capitales de la CAV y la vicepresidencia del Gobierno de Navarra- y Bildu la alcaldía de Iruñea, el independentismo esté después de casi cuatro décadas en mínimos históricos. Cuando precisamente la credibilidad del Estado español, asolado por el desempleo y la corrupción, está en decimales, el objetivo abertzale parece limitarse a demostrar que gestiona mejor unas franquicias autónomicas.

Tampoco el carácter participativo del que hace gala la formación de los círculos se ha visto reflejado con ocasión de la elaboración de su programa electoral o en la elección de sus dirigentes, procesos en los que sólo participó una exigua minoría de las personas registradas. Además, el sistema de elección de candidatos a las elecciones generales evidenció el ninguneo de los círculos y de sus organizaciones provinciales o autonómicas. Una única lista cocinada desde Madrid favoreció el aterrizaje como cabezas de lista de amistades de la dirección nacional en un clásico ejercicio de nepotismo conocido como “paracaidismo político”.

La dimisión por ese motivo de la dirección vasca puso en evidencia a un centralismo configurado en torno a una reducida camarilla que ha dado pie a calificar el proyecto como “leninismo 3.0” (Felipe González dixit). El balbuceante discurrir de Podemos tiene pendiente por despejar aún muchas incógnitas, entre otras su proyecto para Euskadi o su capacidad de influencia social y de maniobra en los poderes del Estado. En todo caso, el reconocimiento del derecho a decidir de la población vasca no es un mal comienzo. Un principio inasumible e innegociable para el bipartidismo esencialista y dinástico. No nos engañemos.

No les preocupa perder las elecciones vascas por goleada, salvo por intereses corporativos, y no les forzará a negociar o reconocer otro estatus más favorable a la “nación foral”.

Sentirse propietarios de España ha sido el credo del PP, como cobrar rentas por proteger ese negocio se convirtió en la principal tarea para la casta asociada al PSOE