Cambiar de paraíso
Esa rodaja de chorizo que engulles sin que nadie se entere. Esa basura que te piden bajar pero sigue en el balcón. Ese Gran Hermano que “¡yo no veo eso!”. Esa consulta limpia-y-transparente que encargas a las bases solo porque sabes el resultado. Ese último puro de antes de dimitir. Ese polvo furtivo tras esa cena de cuadrilla que hacía meses que no hacíais. La que tu mujer no quería que fueras. Ese primer cigarro de después de dejar de fumar. Esa galleta que escamoteas a oscuras durante la publicidad de Gran Hermano. Ese que no ves. Esos reyes que son los padres. Ese pacto de gobierno que son los padres y tampoco ves. Esa justicia en teoría ciega que ve por los dos ojos. Esas cosas que nunca cambian, las que no paran de cambiar para seguir como siempre y las que no paran de cambiar sin saber por qué cambian. Ese fisco que, como un tango arrabalero, amarra de cerca a la mayoría y de lejos al resto (quien toca el bandoneón hace la trampa, reza el proverbio latino). Ese “lo siento mucho, no volverá a ocurrir”. Esa sociedad de Panamá que en lugar de gastronómica se come esa Hacienda que somos todos. Hasta que todo se descubre. Suele ser demasiado tarde, salvo para alguna cosa: cambiar de paraíso. Y seguir bailando.