Cruzar la raya
Nunca me han pintado un testículo de rojo y otro de verde, y me han puesto a hacer de semáforo en la calle. Y no porque a los que nos falta un tercer huevo para el ámbar nos descarten de esta novatada, sino porque aterricé en una residencia universitaria al parecer benévola. Las pruebas iniciáticas giraban en torno a ginto-yincanas nocturnas entre gritos a la oreja propios de la mili, a embadurnar y comerse el merengue expandido sobre la ropa interior de mujeres, hombres y viceversa, y subir a los novatos a un armario alto para, al abrir las puerticas, hacer el cuco. Entre las más crueles, por la posterior multa de 300 euros, estaba la de orinar en la calle cerca de un municipal de una capital otrora gobernada por aquella mujer que, años más tarde que los vascos, también llegó de Burgos. En aquella y otras ciudades, los rectores y los directores de las residencias advierten de los riesgos que pueden acarrear estas pruebas iniciáticas cuando se van de las manos. Porque de vez en cuando se van de las manos como se les va a algunos debutantes cualquier día-ritual como Santo Tomás, San Sebastián o un domingo de La Concha. Es la raya entre pasarlo bien y que un treintañero baje en brazos a una adolescente a una ambulancia frente a la iglesia de Santa María entre los sollozos entrecortados de sus amigas.