La pintada friki tiene diversas versiones y diferentes soportes. Yo la he leído varias veces, y si es cierto lo que transmite, soy un tonto repetido. La primera vez, me sorprendió desde una pared blanca, junto a las vías del tren. Estaba escrita con letra irregular, trazos precipitados, y esmalte negro. Me pareció que era una bufonada, que escarnecía mi necesidad de leer. La segunda, solo la miré con el rabillo del ojo. La tercera, cuarta, quinta y hasta sexta vez despertó en mí un sentimiento de rebeldía. Apareció como titular de un libro, como seña de identidad de un blog, como tatuaje en la espalda de una joven, como reclamo publicitario. El disparate, el exabrupto, la incoherencia del letrero, provocó la reacción con carteles políticamente más correctos como: “Tonto el que no lea”, que me devolvió la tranquilidad. El friki del principio de la historia, para mi sorpresa, no se dio por vencido y contraatacó con: “Tonto el que me lea”, que también tuvo su respuesta con: “Tonto, léeme”. Ha sido toda una guerra de grafitis que ha pasado a la posteridad en muros, paneles informativos, y mobiliario urbano. Bueno, pensé, no ha habido en realidad ni vencedores, ni vencidos. Pero ¿y si el friki se equivocó solo en la redacción? ¿y si quería decir “tonto el que la vea”? Naturalmente, se referiría entonces a la televisión. A ese objeto de deseo y de disputa entre los poderosos, especialmente en periodos electorales. El calificativo le vendría entonces como un guante, salvo honrosas excepciones que las hay. Muchos políticos, economistas, autoridades eclesiásticas, líderes de opinión, confunden la pantalla, con el espejo-espejito del cuento, con el tocador donde retocar la verdad, con la bola mágica que emite un futuro engañoso. El televisor es maquillaje que oculta la corrupción. Y, sin embargo, la televisión pública puede ser buena o mala, según el uso que se le dé. Podría ser un vehículo de información, de comprensión internacional y convivencia pacífica, o un canal de manipulación, como la que sufrimos en el Estado.
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