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Lo penal y la carrera hacia el abismo

La prisión permanente revisable aprobada el 26 de marzo en el Congreso por la mayoría absoluta parlamentaria de un partido que es hoy minoritario en el Estado disfraza con su denominación hipócrita su realidad de condena perpetua.

con ella como remate, el trípode legal aprobado en el Congreso en materia de código penal, antiterrorismo y seguridad se presenta como un sumidero en el que se ha vertido lo peor y más regresivo del derecho penal occidental a lo largo de su historia.

La justicia penal occidental (sigo en ello a una rica corriente de juristas italianos) es el lugar de encuentro de dos recorridos históricos: la larga historia de la superación de la venganza, y el no menos largo y difícil advenimiento de un contexto legal que asegure la protección, garantías y derechos del acusado.

Los jueces condenan al culpable incluso si la víctima ha hecho las paces con los autores de la ofensa. El principio es que el delincuente daña a la víctima, pero ofende a la res pública, la cual tiene derecho a la satisfacción imponiendo una pena. El proceso inquisitivo ofrece al juez instrumentos vigorosos de investigación que incluyen la tortura. La justicia autoritaria se orienta, pues, hacia la represión.

Las prácticas judiciales se centran en obtener la confesión. El proceso penal se construye para combatir la heterodoxia religiosa y la oposición política radical. De ahí los enormes poderes inquisitivos del juez, la posibilidad de negar a los acusados la defensa, de usar la tortura y de excluir la apelación. Y es que la justicia consiste en combatir, más que a delincuentes, a “enemigos de la res pública”. La Santa Inquisición copia el modelo, pero con rasgos propios: moviliza una densa red de clérigos y solicita la colaboración de los estados.

Se defiende la abolición de la pena de muerte y de las penas corporales, así como de las que extienden sus efectos a los inocentes. El espíritu de civilización exige que la justicia sea clemente y que las penas se dulcifiquen. Las normas deben institucionalizar los derechos de los acusados. Los jueces, parciales, corruptos, a la caza de brujas, herejes e inocentes, deben quedar sometidos a la ley.

La Revolución Francesa introduce el nuevo espíritu en el Código Penal de 1791, si bien conserva la pena de muerte y da relevancia a los delitos contra la propiedad.

En el siglo XX, el fascismo hace de la justicia penal un arma para defender al Estado de sus enemigos, programando el aniquilamiento de los opositores. El proceso penal alienta la vejación del adversario y el desprecio al “inferior”. El franquismo se convertirá en un museo de estas prácticas.

Como no existe sector de la Administración pública que renuncie a su parcela de amenaza penal, la casualidad reina por doquier, aunque afecta, eso sí, a categorías marginales, sujetos débiles, autores particularmente visibles.

La seguridad se convierte en el centro de atención de las políticas penales en muchos países europeos, enfrentados a cuestiones complejas como la inmigración, el malestar del mundo juvenil urbano, la precariedad, la aprehensión sobre el futuro de colectivos que han perdido su estatus social... Emerge el “mercado de la seguridad” de los seguros y la protección privada.

Los regímenes políticos avanzan así hacia el modelo del Estado de seguridad, empujados por olas de opinión movidas más por supuestos peligros que por hechos demostrados y dinamizadas éstas por grupos políticos y mediáticos que exigen la aplicación inflexible de la represión penal a chivos expiatorios previamente elegidos.

La política penal y securócrata del Gobierno del PP, con el broche parlamentario del 26 de marzo, es la punta de lanza de esa carrera hacia el abismo. Todas las fases represivas de la historia penal han dejado su huella en ella: la corrupción institucionalizada de las prácticas judiciales, el delito considerado como ofensa al Estado, la indefensión del acusado, la securocracia como control de la marginalidad y del precariado, la crueldad de las penas al servicio de las clases dominantes?

La reparación debida a las víctimas, totalmente justa y necesaria, es el pretexto. Pero su tratamiento es una gran falacia. Lo que hace el Gobierno del PP es vincular a las víctimas al castigo de la ofensa que se le hace a él como representante del Estado, con lo que arroja sobre las espaldas de las víctimas una obligación de venganza infinita e inalcanzable y convierte el resarcimiento afectivo y moral del daño en un imposible.