Las fiscalías y los juzgados trabajan a todo trapo admitiendo denuncias y dictando autos sobre casos de corrupción política, aún sin sentenciar. La mayoría de las denuncias, con origen en particulares o partidos políticos, están siendo magnificadas por determinados medios de comunicación. Me estoy refiriendo a las denuncias por corrupción en Euskadi. Otra cuestión es, por su número y magnitud, la corrupción en el resto del Estado, que alcanza dimensiones siderales. Tal vez por eso, en el tratamiento judicial e informativo de la corrupción en Euskadi, hay un algo de “aquí también”, de necesidad imperiosa de subrayar que no nos escapamos de lo que acontece en España. Comencemos, pues, por reconocer como falso que en Euskadi reine el orden y el sosiego frente al caos y la turbulencia cotidiana española. Lo cierto es que “aquí también” y esa es la realidad que está generando el cambio de la política vasca. Llevados por una autocomplacencia de marca mayor, pensábamos que corrupciones y corruptelas eran asuntos fuera de nuestros muros o, en el mejor de los casos, pequeñas erupciones epidérmicas que con un poco de pomada desaparecerían. Peor aún, en nuestro fuero interno asumíamos que la política, juego siempre practicado sobre superficies embarradas, suponía obligatoriamente y sin ánimo de hacer la lista completa, el pago de peajes en forma de enchufes, favores, contratos a dedo o desvíos presupuestarios al alza en obras públicas. Eso sí, siempre sin excederse puesto que en nuestro pequeño país todo es de magnitud inferior, salvo nuestro ego colectivo, que acalló la llamada de la conciencia individual: “Atrévete a ser un Daniel / Atrévete a permanecer solo; Atrévete tener un propósito firme / Atrévete a darlo a conocer”.
Todos reconocemos que en el caso De Miguel el PNV actuó en su momento con contundencia, sé de los desvelos y la intervención del lehendakari Urkullu, entonces presidente del EBB, en aquel trance, obligando a los investigados a entregar el carnet, separándoles de la militancia, pero eso no debe servir de justificación para que el partido que sigue estructurando la vida institucional de nuestro país no esté obligado a mirar hacia delante al mismo tiempo que revisar hacia atrás. Hace años que se estaba cociendo el puchero que ahora estamos tragando a sorbos y que comenzó con el repartir cartas a jugadores acomodaticios y con apariencia de cordialidad que solo miraban por su jugada. Un juego con fuego por parte de quienes parecían ignorar que el fuego quema. No es momento de furtivas admisiones y penosas explicaciones, de soplar una vela mientras el bosque arde. El PNV debe ser más que claro en la denuncia de cualquier comportamiento corrupto que surja de entre sus filas, o en su derredor, apartando de las mismas a quienes sean llevados a juicio por la comisión de este tipo de delitos, ni con arbitrariedad ni con flaqueza, como escribía Pablo a los corintios (14,40) “pero que todo se haga decentemente y por su orden”.
Nada es tan resbaladizo como una balanza que ha sido manipulada. Observo que algunas actuaciones judiciales tienen motivaciones personalistas y protagónicas; jueces y fiscales a los que enerva y confunde no ser nadie y en ninguna parte y ser, sin embargo, alguien y aquí. A otros les mueve una misión salvadora de la democracia. Una magistrada vasca me decía hace muchos años, cuando las investigaciones del juez Garzón, que había que escapar de los jueces salvadores y buscar amparo en los exigentes con el cumplimiento de la ley. En ellos confío.
Vivimos tiempos de inquietud, poco claros y de radicalización acumulativa que pueden acabar en odio, fundamento imposible para la política. Al contrario, es la fraternidad la condición necesaria para la política. Ráfagas crecientes de odio es lo que empiezo a percibir en los continuos ataques contra el PNV, como si sus adversarios políticos no tuvieran otra manera de conseguir desalojarlo del poder que a base de denuncias sobre historias de tercera mano, a raíz de cualquier rumor vago, tratadas como si fueran ciertos. Pretender que la oposición comprenda que es socialmente dañino intentar el desalojo del poder por acumulación de denuncias y querellas, lo que ahora se llama la judicialización de la política, tiene la dificultad de hacer entender algo a un hombre cuando su sueldo depende de que no lo entienda.
“Así que adiós a la esperanza, y con la esperanza adiós al miedo, / Adiós al remordimiento: todo lo bueno se me pierde; / Mal sé tú mi bien” (Milton, El Paraíso perdido, IV, 108-110).