Bajo el imperio de la necesidad
La victoria de Syriza en las recientes elecciones griegas y su asunción del Gobierno heleno significan más que un aviso a navegantes. No es el fin de esta mediocre democracia a la que nos tienen sometidos, su resultado es la personificación política que representa la voz de muchos desheredados por esa triada de vigilantes financieros compuesta por las agencias de calificación de riesgo, el Banco Central Europeo y el Fondo Monetario Internacional. Paradójicamente, los líderes del capitalismo más extremo están utilizando un término, troika, que se extendió durante la revolución rusa aludiendo a la mayor cédula de poder en ese momento, para señalar su poder actual. A veces, parece que los vocablos los carga el mismísimo diablo.
La esperanza abierta en Grecia para los más afectados por la crisis actual en Europa se ha construido por una causa concreta cuyo origen parte de una decisión económica: la imposición del euro en enero de 2002 como moneda oficial de la eurozona. Bajo este paraguas unificador, el norte compró el servilismo del sur. Esta decisión, producto unilateral del capitalismo facineroso, ha sido la causante principal del deterioro político actual en la vieja Europa y es, seguramente, la que está condicionando la aparición de un nuevo modelo de discurso político, de momento dentro del sistema, que quiere cimentar una forma diferente de manejar los problemas a los que la sociedad actual se enfrenta.
Bajo esta premisa, hoy sabemos que la imposición del euro ha despojado a los ciudadanos de cualquier decisión sobre su propio destino económico. Cuántas veces, embaucados por un juego democrático que se ha demostrado falso, los votantes de diferentes países han echado a quienes buscaban la reelección y el continuismo bajo el aceptado turnismo político, encontrándose con que los nuevos gobiernos elegidos continuaron decidiendo por el mismo rumbo autoritario que se dicta desde la troika.
No cabe duda de que la tarea más importante para cambiar la estructura política dominante es la de alterar la tela de araña en la que nos encontramos atrapados económicamente. Pero aquí asalta una duda. ¿Qué ha sucedido para que los mandarines, las figuras claves de la cultura europea de los años 60 del siglo pasado, y sus ideas, se fueran haciendo cada vez más conservadoras, hasta hacerse institucionales? ¿Va a pasar lo mismo o vamos a superar los miedos, exigiendo un nuevo rumbo decidiendo quién no nos va a gobernar? ¿Los mercados nos van a dejar decidir?
Pero, cuidado. Estas nuevas formaciones políticas no han surgido de la nada. No. El resultado de las elecciones griegas es el resultado de muchos años de lucha gestionado por los movimientos antiglobalización, partidos políticos con mínima representación que han luchado perpetuamente por los derechos sociales de todos, sindicatos antiamarillistas que han bregado por la defensa de los derechos laborales y grupos de interés desinteresados que han redistribuido, solidariamente, su tiempo y sus donaciones. Que no se desprecie esa lucha, porque sin ella no existiría la más mínima posibilidad de luchar contra el imperio de la necesidad al que nos han sometido y quieren seguir sometiéndonos.
Se abre un nuevo capítulo en la historia europea, por eso hay que evitar a los agoreros que promueven más conservadurismo que transformaciones. Ahora, lo que se necesita son reformas estructurales políticas en la eurozona que acaben con la austeridad, de inmediato. Si se actúa dentro de este sistema, tal y como parece que soplan estos vientos, es necesaria una negociación que haga sostenible y viable una vida digna para todos, en todos los sentidos. Es justo devolver a los individuos la dignidad como ciudadanos. Ha llegado el momento de comprender que la suspensión del pago de las deudas puede constituir una elección justificada y de justicia, le guste o no a la troika. Si esto no ocurre, habrá que volver a las conclusiones a las que llegó Marx cuando se refería a que la libertad y la pobreza son incompatibles, confirmando que la pobreza también puede constituir una fuerza política de primer orden, sin aceptar las reglas del falso juego democrático al que nos tienen sometidos.
De una u otra manera, los partidos dominantes en los países en los que se van a celebrar elecciones próximamente harían bien en poner a remojar sus barbas, porque las del vecino ya están cortadas, y sus rostros ya son reconocibles, bajo el imperio de la necesidad impuesto.