No soy el único en pensar que estamos viviendo un periodo de mutación histórica que tiene como correlato un cambio de valores. Lo suelo significar señalando que valoramos lo subjetivo sobre lo objetivo, la fiesta sobre la formación y el trabajo, la deconstrucción sobre la construcción, el cuerpo sobre el espíritu, la responsabilidad diferida sobre la autorresponsabilidad, etc., etc. Aceptamos el compromiso puntual, sobre todo si es lejano, pero no nos comprometemos en el duradero, especialmente si es próximo por ser más personalmente implicativo. Valoramos el presente sobre el futuro que se nos aparece como incierto e inasible -acentuado tras la crisis de 2008-, quedando relegado el pasado a entretenimiento cultural.

Además, rechazamos toda jerarquización de valores bajo el sacrosanto principio de que cada cual puede decir y pensar lo que quiera con tal de hacerlo sin violencia (y no siempre) y en tanto que respete los derechos del otro (y no siempre, piénsese en el sufrimiento de los ancianos faltos de recursos económicos y que viven en espacios de ocio nocturno de fin de semana).

Esto hace que confundamos el nivel de vida con la calidad de vida, el tener con el ser. El nivel de vida apunta a objetivos como tener más dinero, más cosas, más ocupaciones, más diversión, más viajes, mayor notoriedad, comidas más refinadas, etcétera, etcétera mientras que en la calidad de vida primará el tiempo para la lectura, para la conversación sosegada, para el paseo por su entorno vital, para pensar, meditar (rezar para el creyente), para involucrarse en afanes gratuitos, quizás beneficiosos para la comunidad, próxima o lejana... Para lo intangible, a primera vista, pero con consecuencias bien tangibles.

En este marco de mutación histórica de nuestros días se insertan los diferentes aspectos que adopta la movilidad en la sociedad: los flujos migratorios, la movilidad turística, los desplazamientos urbanos, los transportes de personas y mercancías y, aspecto ideal típico de la modernidad avanzada, lo que con acierto denominó el catedrático de Deusto, recientemente fallecido, José Ignacio Ruiz Olabúenaga, en su última y poco trabajada publicación (La movilidad en la sociedad española. Nomadismo y €topia. Madrid 2007), los desplazamientos €-tópicos, los desplazamiento que está proporcionando el topos del mundo electrónico.

Así, está emergiendo un actor social caracterizado como “el nómada sedentario, plural, laico y cínico”, aunque queda por comprobar hasta dónde llegará la laicidad, y no pienso solamente en el mundo del Islam.

Pero junto a este modelo de gueto va creciendo, cada día más, el modelo de red a la hora de entender la efervescencia del mundo actual. La primera idea que nos viene a la cabeza es la de la red de los diferentes extremismos islámicos (Kaplan), la potente red de la derecha extrema (probada científicamente) que ha aupado al Frente Nacional a la cabeza de Francia en intención de voto, la red pentecostalista en América Latina, en Asia y África, y en la Europa excomunista. Así, cuando al gueto se añade la red, constatamos todo el poder de las redes sociales para movilizar multitudes, más aún, para configurar movimientos alternativos. Piensen, por ejemplo, en Podemos. Estas redes y guetos no solamente sirven de identidad para sus miembros sino también, al modo de lobby de influencia en el mundo globalizado, de penetración en la sociedad global desde parámetros de carácter identitario fuerte y, a menudo, excluyente del otro: por raza, sexo, religión, clase social (hacia arriba o hacia abajo), nacionalidad...

Concluye su libro Ruiz Olabuénaga con estas reflexiones: “Cuando, hace algunos años, Sherry Turkle publicó su libro The Second Self: Computers and the Human Spirit, nadie podía imaginar aún el espectacular cambio que iba a producirse. Ya no damos órdenes al ordenador, sino que dialogamos, navegamos con él, surcando mundos simulados y creando realidades virtuales. Y, además, su poder (?) se ha ampliado a un gran número de redes a través de las cuales podemos interactuar, hablar, intercambiar ideas y sentimientos e incluso asumir personalidades de nuestra propia creación. Y lo que acaba emergiendo es un nuevo sentido de la identidad humana, descentrado y múltiple.

La interrelación existente entre la movilidad €tópica y la geográfica, provoca (y acelera, me permito añadir) la estructuración de la sociedad en incluidos y excluidos, haves y have nots (?) sometiendo a la sociedad a una condición de vulnerabilidad que exige una estrategia de sostenibilidad que garantice su continuidad (?) introduciendo un nomadismo intermodal sedentario que, al mismo tiempo que fomenta el desencantamiento de la sociedad estática, posibilita el nacimiento y desarrollo de una nueva sociedad móvil sostenida y compactada en una nueva ética”.

¿Qué ética?. La que, a decir de Alain Touraine (La fin des sociétés. Seuil Paris, 2013, pp. 12-13), debiera sostenerse “en el principio de que los derechos son superiores a las leyes, lo que con la mayor de sus fuerzas se ha afirmado, tanto desde la tradición cristiana del derecho natural, como desde el Espíritu de las Luces. Ruiz Olabuénaga subrayaría, también, la Utopía de Tomas Moro.